sábado, 8 de mayo de 2021

Sobre el destino

 

Peri eimarmenhin

(Sobre el destino)

Nekromantik

“Cuanta tristeza hay en el alma por saber que el destino tiene el rostro de la muerte”

Lypimenós de Alejandría. Peri heímarméne, 345b-14,

entre las páginas arrancadas al libro.

 


I

“Khreón de Epidauro se acercó lentamente a la pequeña planicie donde sacrificaría la cabra que dormitaba entre sus brazos. Había subido desde la fuente Castalia y el Parnaso se presentaba como la imagen a magna escala del omphalos que sabía, desde que era pequeño, estaba en lo más profundo de la caverna ubicada detrás del Templo, dominada en la actualidad por Apolo Pitio.

Pero ahora era invierno, el más frío de los últimos tiempos, y su mirada se dirigió al tímpano oeste del Gran Templo: Dionisio se alzaba en lo alto con su revuelta cabellera, la mirada extraviada y un kylix rebosante en la mano. A sus pies se representaba una multitud en posiciones deformadas e inhumanas producto del éxtasis: eran las Ménades y las cortes de seguidores del culto dionisiaco.

Sus más recónditos sentimientos le decían que los dos dioses que se aposentaban por periodos en el Templo hablaban a la Pitia con la voz de una deidad más antigua. De ahí que la manteos aún conservara en su grado el nombre de la gran serpiente de poderes proféticos. Gaia es la verdadera señora, dueña y dadora de los mensajes píticos que recogían los sacerdotes en tablillas que entregaban a los consultantes que acudían desde todas partes.  De su más profundo y oscuro interior brotan las señales que indican hacia las formas permanentes con las que se acontecen todos los fenómenos en el mundo: el génesis de las cosas, su crecimiento y su muerte; todo está regido por la fuerza poderosa y devastadora de su manifestación en forma de Anankaia.

Apolo y Dionisio son quienes han sido elegidos para representar frente a los hombres el misterio de lo oculto en el interior de la tierra y sus exhalaciones luminosas en la gran tragedia que es el sacrificio de la pureza de la Pitia.

Precisamente un sueño de misterio le había hecho subir desde Epidauro hasta Delfos.  Aquejado por un melancólico dolor en una parte desconocida del cuerpo acudió a los sacerdotes de Asclepius, que para ver la enfermedad inducen al sueño y a los sueños. Incubado en una sala oscura del templo del dios, Khreón se había visto ascendiendo un alta montaña en compañía de una mujer de ojos y cabellos negros; su ascenso era conducido por el silbido del viento y la espesura de las ramas de los árboles que, mientras mayor era la altura, semejaban raíces negras que supuraban un líquido viscoso parecido a purpurea sangre. En la cima, Khreón se enfrentó a un abismo profundo que era tan negro como el cabello y los ojos de su compañera. Un deseo irrefrenable de entrar en el abismo le llamaba cuando esos ojos negros lo absorbieron y en ellos se perdía mientras el cabello negro se transformaba en los hilos a punto de ser cortados por Átropos. Lo último del sueño era una imagen de su propio cuerpo destrozado al fondo del abismo: los huesos rotos hacían que piernas y brazos mantuvieran una postura dislocada, el cráneo reventado con los sesos salidos revueltos con tierra negra y sus ojos, ¡sus ojos!, eran la verdadera efigie de la contemplación de lo desconocido aterrador.

El oneiropólos recibió el sueño y no supo qué era lo que aquejaba a Khreón; consternado consulto con los otros sacerdotes y él mismo entro en trance para recibir alguna señal de Asclepius. Todo fue en vano, el mensaje no era para ser descifrado por los médicos; sólo el gran oráculo podía resolver el enigma.

Después de que la cabra temblará por el agua fría que le habían arrojado los sacerdotes de Apolo, Khreón la sacrifico a los pies del altar derramando su sangre en el mármol costrudo y apestoso a putrefacción. No pudo resistir y con sus dedos índice y medio recogió un poco del caliente líquido y se lo llevó intempestivamente a la boca; su sabor no le asqueo, mas bien lo hizo entrar en un estado de euforia que lo impulsaba a hincarse y beber del suelo mismo la sangre ahora coagulada. Lo detuvo la visión del abismo en el color negro que iba tomando poco a poco la masa viscosa.

Escucho una serie de balbuceos al fondo del templo que pronto se volvieron gritos espasmódicos y terroríficos que articulaban sonidos aterradores que se ordenaban en una especie de lenguaje incomprensible e inaudible. Era la Pitia, que transida por la voz de Dionisio tensaba los pies y las manos aferrados al trípode mientras todo su cuerpo vibraba con una energía potente que emergía del hoyo del piso sobre el que se asentaba. Cuando cayó desmayada y con los ojos en blanco, el sacerdote ya había escrito en una tablilla el mensaje que se apresuró a entregar a Khreón de Epidauro:

Agape Moira...”

Sobresaltado, cerré de golpe el libro que tenía entre mis manos: Peri heímarméne, del estoico alejandrino del s. I, Lypiménos. Busqué con la vista a mi amigo M., que leía también sentado en una de las sillas de la sala de lectura de la biblioteca. Los dos acudíamos para buscar información sobre los procesos de adivinación que nos sirviera para preparar una clase de Grecolatinos donde estábamos viendo los textos De divinatione y De fato de Cicerón. Cuando lo vi, no pude evitar un sentimiento de profunda tristeza y cierto grado de culpabilidad: ¡ya sabía el final de la vida de M.!

Unos días antes habíamos discutido, motivados por la lectura del filósofo y orador romano, sobre la posible veracidad de las artes adivinatorias, en especial sobre la quiromancia, de la que yo hacía práctica desde hace tiempo como parte de una tradición familiar que se remontaba a los ancestros calés de la abuela Concha Barajas. El tema debatido eran las posturas contrarias frente a la interpretación de las líneas de las manos como una forma de descifrar las causas y los efectos que impregnan de manera definitiva la serie de acontecimientos llamados vida.

La posición de M. frente a esto era de franco rechazo, pues consideraba que, dado que los sucesos de la realidad acaecen en el marco de las relaciones espacio-temporales que los determinan, se puede reconocer el presente como la consecuencia de una serie concatenada de actos y fenómenos que se interrelacionan de una manera compleja y a veces no evidente.  Desde esta perspectiva, las capacidades cognitivas del ser humano (es decir, las posibilidades de conocer algo sobre sus condiciones de desarrollo en la existencia) se pueden remontar sobre la base del recuerdo y la reintegración de este como forma constitutiva de la realidad. El hombre puede ir recogiendo los recuerdos y validarlos como fidedignos en cuanto constituyen la base sobre la que se asienta la forma en que los acontecimientos del presente se desenvuelven. En este sentido, el ser humano sabe de sí, hace historia.

De esta forma, aseveraba M., la indagación en el recuerdo, la construcción de un pasado, son posibles porque el orden de los fenómenos se constituye de una manera tal que sus relaciones pueden hacerse visibles y cognoscibles. Esto da la posibilidad de pensar en que las causas determinan las consecuencias, pero el efecto presente puede ser definido en función de la posibilidad de elegir sobre el mismo; en otras palabras, el futuro de la vida humana no puede ser conocido en tanto que los actos del presente pueden ejercerse libremente, es decir, que no hay determinación sobre el futuro, sólo hay posibilidad en tanto las acciones se desarrollen en un sentido o en otro. El futuro es proyección, la mantica es imposible porque no hay destino.

La respuesta que yo di a estas objeciones estuvo basada tanto en los estudios que había realizado en torno a ello como en la experiencia personal obtenida de las prácticas manticas que venía ejerciendo por influencia de la vieja Concha.

Desde la más remota antigüedad, las prácticas adivinatorias han estado presentes en las actividades del ser humano como una forma de ser y hacer que define su relación con el mundo y los fenómenos que en él se desarrollan. Tales prácticas se han generado y ejercitado en el marco de la concepción de lo real como un reflejo de lo sagrado o divino. La potencia de lo sacro se comprehende a partir de una proyección de la necesidad de que los fenómenos de la realidad se manifiestan a partir de un orden necesario que los regula y conduce hacia un desarrollo pleno de los mismos con el fin de que esa potencia sagrada se auto manifieste y despliegue en sí misma.

De esta forma, se hace necesario que la comprensión de la potencia sagrada incorpore la idea de una voluntad que dirige y guie los fenómenos de la realidad. Voluntad Divina que implica conciencia del orden necesario del desarrollo de los fenómenos. No hay causas azarosas que se integren en la espontaneidad de los actos: todo esta predeterminado como un proceso que tiene su origen e intención fuera de él mismo, en la Voluntad Divina que ha pensado la causa y el efecto como uno mismo.

El despliegue de la realidad en el espejismo del espacio-tiempo se piensa como una especie de tejido circular donde cada punto del tejido se hace visible como un hecho o fenómeno particular, dando la imagen total de lo real presente. Sin embargo, todos y cada uno de los puntos del tejido se interconectan de una manera tal que no se puede decir que algún otro, o algunos otros, pueda ser la causa inmediata de ellos. Es decir, no hay causas particulares, todo es causa de todo en un recorrido incesante hacia todas las dimensiones posibles en un movimiento circular, cíclico, que permite la interconexión.

No hay pasado ni futuro, sólo son imágenes que se proyectan desde una situación concreta en la realidad, pues cada punto del tejido circular divino puede ser, y es, principio y fin, alfa y omega unidos en el mismo evento. En este Todo cíclico, el adivino puede contemplar tanto la imagen del pasado como la del futuro en la apertura de la conciencia particular hacia la conciencia sagrada. El adivino se hace vidente cuando puede ver el despliegue total del movimiento circular en un eterno retorno de lo mismo.

Todo está escrito, dado y hecho desde la eternidad por ese principio ordenador de la voluntad divina. El desarrollo temporal y la realidad espacial fija son nuestra manera de asegurar una permanencia como subjetividades en ese mundo a partir del espejismo de la libertad de los actos. La predestinación es la sustancia. El destino es nuestro horizonte inexorable.

Ahora bien, dado que vivimos en la ilusión de la libertad de la subjetividad, la estructura del todo se pierde en nuestra visión de  la parte. Somos como moscas que nacemos y morimos al borde de un charco y vemos los ínfimos movimientos de las aguas estancadas como “el agua” sin llegar a ver nunca la inmensidad del mar.

Pero la inmensidad no es completamente ajena a nuestro minúsculo espacio-tiempo. Se muestra el orden de la Voluntad en señales que emergen en el momento en que se es capaz de derrumbar la vista y ejercer la visión. Los sueños, los arrebatos extáticos, el vuelo de las aves, el movimiento de las aguas, las líneas de las manos; estas son las múltiples manticas naturales. Además, las señales de la Voluntad se manifiestan en imágenes que se repiten como modelos arquetípicos en múltiples formas y modos con los cuales el vidente se conecta espiritualmente para ver el Todo, para hacerse adivino…

Mis disertaciones fueron interrumpidas por M. de manera abrupta.

-No creo nada de eso. Son supercherías que se reproducen por los temores del hombre ante la imposibilidad de saber sobre su futuro. Tú mismo te engañas con la idea de que tus cartas y tu lectura de las manos muestran el destino. No te creo nada.

Diciendo esto, extendió su mano abierta con la palma hacia arriba en actitud retadora. Yo me negué a ver por recordar las recomendaciones de la vieja Concha de no utilizar el arte con fines económicos y utilitaristas. Me parecía que el reto de M. implicaba un acto que se realizaba por soberbia. Sin embargo, el vértigo me arrastró y cumplí mi destino al ver las líneas de su mano.

Una punzada en la nuca me hizo ver todo borroso cuando tomé su mano y vi una línea enorme que se abría frente a mí como un camino que se formaba al fijar la visión. La línea ascendía y en su recorrido se notaban en sus bordes líneas más pequeñas que se asemejaban a raíces negras bifurcándose y reuniéndose en una maraña. La línea de ascenso seguía una ruta escarpada que se volvía negra cuando la imagen de un rostro femenino de ojos y cabellos negros la cortó abruptamente,  dejando tras de sí un vació tan negro como sus ojos y cabello.

Levante el rostro y al mirar sus ojos entrecerrados lo único que pude decir, sin que yo mismo supiera de dónde surgieron tales palabras, fue: -morirás pronto y de manera violenta y trágica en las aturas.

Sus ojos entrecerrados se abrieron un momento y volvieron a entrecerrarse, permitiéndome contemplar en ese momento fugaz la verdad sobre las profundas dolencias espirituales que lo mantenían en el camino. Se limitó a expresar una frase que rondaba en nuestras conversaciones y que se había convertido en un leitmotiv de nuestras discrepancias: ¡Amor fati!

 

II

Días después me encontraba en la biblioteca tratando de encontrar el libro del epicúreo Lypiménos de Alejandría sin mucho éxito. No estaba en los anaqueles y en los ficheros de registro jamás apareció; ni siquiera el encargado de la biblioteca pudo encontrar registro de la existencia de tal libro.

En esas preocupaciones estaba, cuando vi llegar a M., su paso era un tanto cansado y sus ojos se mantenían, como era característica suya, entrecerrados. Sin mediar palabras me entrego un papel y me dijo que era un poema escrito en la noche mientras veía las líneas de su mano. Fue la última vez que lo vi.

El poema, que todavía conservo en el papel amarillento, era el siguiente: 

Amor fati

¿Qué curioso monstruo se esconde detrás de mi espejo?

¿Qué divina forma me rasga la pupila?

Suaves canciones hablan de desgracias.

Milenarios ciclopes ven a través de mis ojos

el horizonte que se curva en el mar,

el cáliz antes pleno y ahora vacío.

¿Qué camino se abre en cada paso?

¿Es que no hay pasos?

¿Es que no camino?

He visto con otros rostros

la llamarada negra

en un fondo que me habla,

ojos y cabello son hilos que se rompen,

la cima es el cielo y el infierno,

el fondo es pecado y salvación.

¿Acaso el fondo es mi casa,

mi último y único resguardo?

No soy luz,

soy tiniebla

que descompone cuerpo y alma,

los aniquila con su fría mirada de asesino.

¿hacia allá voy y vamos?

Me resisto a esto,

maldigo el tiempo y el espacio,

maldigo el vientre que me concibió,

maldigo la primera luz.

Mi maldición es destino,

mi maldición es bendición:

¡Amor fati!

 

III

El último recuerdo que conservo en mi memoria es al padre de M. describiendo entre lágrimas y una profunda tristeza la imagen de su hijo que había subido a las  montañas de Texcoco en compañía de una mujer y se arrojó al vacío en un acantilado: -“los huesos rotos hacían que piernas y brazos mantuvieran una postura dislocada, el cráneo reventado con los sesos salidos revueltos con tierra negra y sus ojos, ¡sus ojos!, eran la verdadera efigie de la contemplación de lo desconocido aterrador”.

Nunca más volví a ver la palma de una mano y la mía ha sido grabada con el dolor del símbolo del destino, recordándome desde entonces las palabras del oráculo dado a Khreón de Epidauro: ¡Agape Moira!

 

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario