Peri eimarmenhin
(Sobre el destino)
Nekromantik
“Cuanta
tristeza hay en el alma por saber que el destino tiene el rostro de la muerte”
Lypimenós de Alejandría. Peri heímarméne, 345b-14,
entre las páginas arrancadas al
libro.
I
“Khreón de Epidauro se acercó lentamente
a la pequeña planicie donde sacrificaría la cabra que dormitaba entre sus
brazos. Había subido desde la fuente Castalia y el Parnaso se presentaba como
la imagen a magna escala del omphalos
que sabía, desde que era pequeño, estaba en lo más profundo de la caverna
ubicada detrás del Templo, dominada en la actualidad por Apolo Pitio.
Pero ahora era
invierno, el más frío de los últimos tiempos, y su mirada se dirigió al tímpano
oeste del Gran Templo: Dionisio se alzaba en lo alto con su revuelta cabellera,
la mirada extraviada y un kylix
rebosante en la mano. A sus pies se representaba una multitud en posiciones
deformadas e inhumanas producto del éxtasis: eran las Ménades y las cortes de
seguidores del culto dionisiaco.
Sus más recónditos
sentimientos le decían que los dos dioses que se aposentaban por periodos en el
Templo hablaban a la Pitia con la voz
de una deidad más antigua. De ahí que la manteos
aún conservara en su grado el nombre de la gran serpiente de poderes
proféticos. Gaia es la verdadera
señora, dueña y dadora de los mensajes píticos que recogían los sacerdotes en
tablillas que entregaban a los consultantes que acudían desde todas
partes. De su más profundo y oscuro
interior brotan las señales que indican hacia las formas permanentes con las
que se acontecen todos los fenómenos en el mundo: el génesis de las cosas, su
crecimiento y su muerte; todo está regido por la fuerza poderosa y devastadora
de su manifestación en forma de Anankaia.
Apolo y Dionisio son
quienes han sido elegidos para representar frente a los hombres el misterio de
lo oculto en el interior de la tierra y sus exhalaciones luminosas en la gran
tragedia que es el sacrificio de la pureza de la Pitia.
Precisamente un sueño
de misterio le había hecho subir desde Epidauro hasta Delfos. Aquejado por un melancólico dolor en una
parte desconocida del cuerpo acudió a los sacerdotes de Asclepius, que para ver
la enfermedad inducen al sueño y a los sueños. Incubado en una sala oscura del
templo del dios, Khreón se había visto ascendiendo un alta montaña en compañía
de una mujer de ojos y cabellos negros; su ascenso era conducido
por el silbido del viento y la espesura de las ramas de los árboles que,
mientras mayor era la altura, semejaban raíces negras que supuraban un líquido
viscoso parecido a purpurea sangre. En la cima, Khreón se enfrentó a un abismo
profundo que era tan negro como el cabello y los ojos de su compañera. Un deseo
irrefrenable de entrar en el abismo le llamaba cuando esos ojos negros lo
absorbieron y en ellos se perdía mientras el cabello negro se transformaba en
los hilos a punto de ser cortados por Átropos.
Lo último del sueño era una imagen de su propio cuerpo destrozado al fondo del
abismo: los huesos rotos hacían que piernas y brazos mantuvieran una postura
dislocada, el cráneo reventado con los sesos salidos revueltos con tierra negra
y sus ojos, ¡sus ojos!, eran la verdadera efigie de la contemplación de lo
desconocido aterrador.
El oneiropólos recibió el sueño y no supo qué era lo que aquejaba a
Khreón; consternado consulto con los otros sacerdotes y él mismo entro en
trance para recibir alguna señal de Asclepius. Todo fue en vano, el mensaje no
era para ser descifrado por los médicos; sólo el gran oráculo podía resolver el
enigma.
Después de que la cabra
temblará por el agua fría que le habían arrojado los sacerdotes de Apolo,
Khreón la sacrifico a los pies del altar derramando su sangre en el mármol
costrudo y apestoso a putrefacción. No pudo resistir y con sus dedos índice y
medio recogió un poco del caliente líquido y se lo llevó intempestivamente a la
boca; su sabor no le asqueo, mas bien lo hizo entrar en un estado de euforia
que lo impulsaba a hincarse y beber del suelo mismo la sangre ahora coagulada.
Lo detuvo la visión del abismo en el color negro que iba tomando poco a poco la
masa viscosa.
Escucho una serie de
balbuceos al fondo del templo que pronto se volvieron gritos espasmódicos y
terroríficos que articulaban sonidos aterradores que se ordenaban en una
especie de lenguaje incomprensible e inaudible. Era la Pitia, que transida por la voz de Dionisio tensaba los pies y las
manos aferrados al trípode mientras todo su cuerpo vibraba con una energía
potente que emergía del hoyo del piso sobre el que se asentaba. Cuando cayó desmayada
y con los ojos en blanco, el sacerdote ya había escrito en una tablilla el
mensaje que se apresuró a entregar a Khreón de Epidauro:
Agape
Moira...”
Sobresaltado, cerré de golpe
el libro que tenía entre mis manos: Peri
heímarméne, del estoico alejandrino del s. I, Lypiménos. Busqué con la
vista a mi amigo M., que leía también sentado en una de las sillas de la sala
de lectura de la biblioteca. Los dos acudíamos para buscar información sobre
los procesos de adivinación que nos sirviera para preparar una clase de
Grecolatinos donde estábamos viendo los textos De divinatione y De fato de
Cicerón. Cuando lo vi, no pude evitar un sentimiento de profunda tristeza y
cierto grado de culpabilidad: ¡ya sabía el final de la vida de M.!
Unos días antes
habíamos discutido, motivados por la lectura del filósofo y orador romano,
sobre la posible veracidad de las artes adivinatorias, en especial sobre la
quiromancia, de la que yo hacía práctica desde hace tiempo como parte de una
tradición familiar que se remontaba a los ancestros calés de la abuela Concha
Barajas. El tema debatido eran las posturas contrarias frente a la
interpretación de las líneas de las manos como una forma de descifrar las
causas y los efectos que impregnan de manera definitiva la serie de
acontecimientos llamados vida.
La posición de M.
frente a esto era de franco rechazo, pues consideraba que, dado que los sucesos
de la realidad acaecen en el marco de las relaciones espacio-temporales que los
determinan, se puede reconocer el presente como la consecuencia de una serie concatenada
de actos y fenómenos que se interrelacionan de una manera compleja y a veces no
evidente. Desde esta perspectiva, las
capacidades cognitivas del ser humano (es decir, las posibilidades de conocer
algo sobre sus condiciones de desarrollo en la existencia) se pueden remontar
sobre la base del recuerdo y la reintegración de este como forma constitutiva
de la realidad. El hombre puede ir recogiendo los recuerdos y validarlos como
fidedignos en cuanto constituyen la base sobre la que se asienta la forma en
que los acontecimientos del presente se desenvuelven. En este sentido, el ser
humano sabe de sí, hace historia.
De esta forma,
aseveraba M., la indagación en el recuerdo, la construcción de un pasado, son
posibles porque el orden de los fenómenos se constituye de una manera tal que
sus relaciones pueden hacerse visibles y cognoscibles. Esto da la posibilidad
de pensar en que las causas determinan las consecuencias, pero el efecto
presente puede ser definido en función de la posibilidad de elegir sobre el
mismo; en otras palabras, el futuro de la vida humana no puede ser conocido en
tanto que los actos del presente pueden ejercerse libremente, es decir, que no
hay determinación sobre el futuro, sólo hay posibilidad en tanto las acciones
se desarrollen en un sentido o en otro. El futuro es proyección, la mantica es
imposible porque no hay destino.
La respuesta que yo di
a estas objeciones estuvo basada tanto en los estudios que había realizado en
torno a ello como en la experiencia personal obtenida de las prácticas manticas
que venía ejerciendo por influencia de la vieja Concha.
Desde la más remota
antigüedad, las prácticas adivinatorias han estado presentes en las actividades
del ser humano como una forma de ser y hacer que define su relación con el
mundo y los fenómenos que en él se desarrollan. Tales prácticas se han generado
y ejercitado en el marco de la concepción de lo real como un reflejo de lo
sagrado o divino. La potencia de lo sacro se comprehende a partir de una
proyección de la necesidad de que los fenómenos de la realidad se manifiestan a
partir de un orden necesario que los regula y conduce hacia un desarrollo pleno
de los mismos con el fin de que esa potencia sagrada se auto manifieste y despliegue
en sí misma.
De esta forma, se hace
necesario que la comprensión de la potencia sagrada incorpore la idea de una
voluntad que dirige y guie los fenómenos de la realidad. Voluntad Divina que
implica conciencia del orden necesario del desarrollo de los fenómenos. No hay
causas azarosas que se integren en la espontaneidad de los actos: todo esta
predeterminado como un proceso que tiene su origen e intención fuera de él
mismo, en la Voluntad Divina que ha pensado la causa y el efecto como uno
mismo.
El despliegue de la
realidad en el espejismo del espacio-tiempo se piensa como una especie de
tejido circular donde cada punto del tejido se hace visible como un hecho o
fenómeno particular, dando la imagen total de lo real presente. Sin embargo,
todos y cada uno de los puntos del tejido se interconectan de una manera tal
que no se puede decir que algún otro, o algunos otros, pueda ser la causa
inmediata de ellos. Es decir, no hay causas particulares, todo es causa de todo
en un recorrido incesante hacia todas las dimensiones posibles en un movimiento
circular, cíclico, que permite la interconexión.
No hay pasado ni
futuro, sólo son imágenes que se proyectan desde una situación concreta en la
realidad, pues cada punto del tejido circular divino puede ser, y es, principio
y fin, alfa y omega unidos en el mismo evento. En este Todo cíclico, el adivino
puede contemplar tanto la imagen del pasado como la del futuro en la apertura
de la conciencia particular hacia la conciencia sagrada. El adivino se hace
vidente cuando puede ver el despliegue total del movimiento circular en un eterno
retorno de lo mismo.
Todo está escrito, dado
y hecho desde la eternidad por ese principio ordenador de la voluntad divina.
El desarrollo temporal y la realidad espacial fija son nuestra manera de
asegurar una permanencia como subjetividades en ese mundo a partir del
espejismo de la libertad de los actos. La predestinación es la sustancia. El
destino es nuestro horizonte inexorable.
Ahora bien, dado que
vivimos en la ilusión de la libertad de la subjetividad, la estructura del todo
se pierde en nuestra visión de la parte.
Somos como moscas que nacemos y morimos al borde de un charco y vemos los
ínfimos movimientos de las aguas estancadas como “el agua” sin llegar a ver
nunca la inmensidad del mar.
Pero la inmensidad no
es completamente ajena a nuestro minúsculo espacio-tiempo. Se muestra el orden
de la Voluntad en señales que emergen en el momento en que se es capaz de
derrumbar la vista y ejercer la visión. Los sueños, los arrebatos extáticos, el
vuelo de las aves, el movimiento de las aguas, las líneas de las manos; estas
son las múltiples manticas naturales. Además, las señales de la Voluntad se
manifiestan en imágenes que se repiten como modelos arquetípicos en múltiples
formas y modos con los cuales el vidente se conecta espiritualmente para ver el
Todo, para hacerse adivino…
Mis disertaciones
fueron interrumpidas por M. de manera abrupta.
-No creo nada de eso.
Son supercherías que se reproducen por los temores del hombre ante la imposibilidad
de saber sobre su futuro. Tú mismo te engañas con la idea de que tus cartas y
tu lectura de las manos muestran el destino. No te creo nada.
Diciendo esto, extendió
su mano abierta con la palma hacia arriba en actitud retadora. Yo me negué a
ver por recordar las recomendaciones de la vieja Concha de no utilizar el arte
con fines económicos y utilitaristas. Me parecía que el reto de M. implicaba un
acto que se realizaba por soberbia. Sin embargo, el vértigo me arrastró y
cumplí mi destino al ver las líneas de su mano.
Una punzada en la nuca
me hizo ver todo borroso cuando tomé su mano y vi una línea enorme que se abría
frente a mí como un camino que se formaba al fijar la visión. La línea ascendía
y en su recorrido se notaban en sus bordes líneas más pequeñas que se
asemejaban a raíces negras bifurcándose y reuniéndose en una maraña. La línea
de ascenso seguía una ruta escarpada que se volvía negra cuando la imagen de un
rostro femenino de ojos y cabellos negros la cortó abruptamente, dejando tras de sí un vació tan negro como sus
ojos y cabello.
Levante el rostro y al
mirar sus ojos entrecerrados lo único que pude decir, sin que yo mismo supiera
de dónde surgieron tales palabras, fue: -morirás pronto y de manera violenta y
trágica en las aturas.
Sus ojos entrecerrados
se abrieron un momento y volvieron a entrecerrarse, permitiéndome contemplar en
ese momento fugaz la verdad sobre las profundas dolencias espirituales que lo
mantenían en el camino. Se limitó a expresar una frase que rondaba en nuestras
conversaciones y que se había convertido en un leitmotiv de nuestras discrepancias: ¡Amor fati!
II
Días después me
encontraba en la biblioteca tratando de encontrar el libro del epicúreo
Lypiménos de Alejandría sin mucho éxito. No estaba en los anaqueles y en los
ficheros de registro jamás apareció; ni siquiera el encargado de la biblioteca
pudo encontrar registro de la existencia de tal libro.
En esas preocupaciones
estaba, cuando vi llegar a M., su paso era un tanto cansado y sus ojos se
mantenían, como era característica suya, entrecerrados. Sin mediar palabras me
entrego un papel y me dijo que era un poema escrito en la noche mientras veía
las líneas de su mano. Fue la última vez que lo vi.
El poema, que todavía conservo en el papel amarillento, era el siguiente:
Amor
fati
¿Qué curioso
monstruo se esconde detrás de mi espejo?
¿Qué divina
forma me rasga la pupila?
Suaves canciones
hablan de desgracias.
Milenarios
ciclopes ven a través de mis ojos
el horizonte que
se curva en el mar,
el cáliz antes pleno
y ahora vacío.
¿Qué camino se
abre en cada paso?
¿Es que no hay
pasos?
¿Es que no
camino?
He visto con
otros rostros
la llamarada
negra
en un fondo que
me habla,
ojos y cabello
son hilos que se rompen,
la cima es el
cielo y el infierno,
el fondo es
pecado y salvación.
¿Acaso el fondo
es mi casa,
mi último y
único resguardo?
No soy luz,
soy tiniebla
que descompone
cuerpo y alma,
los aniquila con
su fría mirada de asesino.
¿hacia allá voy
y vamos?
Me resisto a
esto,
maldigo el
tiempo y el espacio,
maldigo el
vientre que me concibió,
maldigo la
primera luz.
Mi maldición es destino,
mi maldición es bendición:
¡Amor
fati!
III
El último recuerdo que
conservo en mi memoria es al padre de M. describiendo entre lágrimas y una
profunda tristeza la imagen de su hijo que había subido a las montañas de Texcoco en compañía de una mujer y
se arrojó al vacío en un acantilado: -“los huesos rotos hacían que piernas y
brazos mantuvieran una postura dislocada, el cráneo reventado con los sesos
salidos revueltos con tierra negra y sus ojos, ¡sus ojos!, eran la verdadera
efigie de la contemplación de lo desconocido aterrador”.
Nunca más volví a ver
la palma de una mano y la mía ha sido grabada con el dolor del símbolo del
destino, recordándome desde entonces las palabras del oráculo dado a Khreón de
Epidauro: ¡Agape
Moira!
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