sábado, 8 de mayo de 2021

SANGRE PARA LOS MUERTOS

 

SANGRE PARA LOS MUERTOS

Nekromantik

 

“…aparta tú el rostro

con la vista en las aguas del río y, entonces, la turba

hasta ti llegará de los hombres privados de vida;

mas ordena a los tuyos que al punto cogiendo las reses,

degolladas por bronce cruel y tendidas por tierra las desuellen

 y pongan al fuego invocando a los dioses,

al intrépido Hades y horrenda Perséfona. A un tiempo,

del costado sacando tú mismo la aguda cuchilla

quedarás impidiendo a los muertos, cabezas sin brío,

acercarse a la sangre hasta haberte instruido Tiresias.”

Odisea, X, 528-537

 

 

A veces me vienen a la memoria recuerdos confusos. Imágenes delirantes que se suceden unas a otras sin una conexión aparente entre sí. No sé si sean cosas que he vivido o soñado; no sé ni siquiera si son recuerdos míos o de alguien ajeno.

          A veces puedo retener algunos de ellos y recrear escenas que se desarrollan para disolverse en cuanto los acontecimientos se van sucediendo. Su tiempo es incuantificable y su espacio es inabarcable; su devenir es múltiple y se despliega en infinitas dimensiones y mundos.

          Una de estas escenas es la que a continuación se narra; lo hago como si lo que se dice proviniera de un pasado remoto o un futuro que nunca llegará. La voz no es mi voz, la palabra no me pertenece: es de otros, es de OTRO.

          «Ya hace tiempo que la tristeza me acomete cada vez que evoco la patria lejana, abandonada; sus verdes y húmedos campos llenos de árboles son pinturas vívidas que se agolpan en recuerdos que generan una añoranza terrible. Mi cuerpo se desvanece en jirones y siento que me disuelvo en la agonía del retorno.

          Entre esos jirones puedo ver las pupilas de la hechicera destellando un oráculo que me permitirá regresar al mundo donde mi arco se tensa con la cuerda hecha de tripas de macho cabrío y las flechas llevan en la punta el veneno sacado de la saliva de la diosa Afrodita: “El camino tiene que ser señalado por los ojos ciegos del adivino tebano que habita entre las sombras de los muertos en la oscuridad de la horrenda Perséfone”.

          Tal es el mensaje, tal es la palabra proveniente de la lengua de aquella que puede ver lo que no se ve, de aquella que puede transformar los cuerpos y las almas. En el mensaje esta el ritual, la ofrenda está indicada por el sacrificio de la vida en los lugares limítrofes entre el olvido y la memoria.

          Tomé cautivo mi propio cuerpo para ser ofrenda, y lo ungí con leche fresca, miel, vino y agua. Del mar azul bajé a la tierra seca y a las cavernas que guardan lo podrido, lo que está transformándose. El vientre de Perséfone es oscuro, frío y húmedo: el lodo cubre los pies y los gemidos de miles de entes penetran agudamente lo sólido formando senderos que se cierran en el instante en que son alumbrados por una luz negra que procede de ninguna parte.

          Ahí, donde se cruzan los sonidos y las palabras no tienen significado, cavé con mis manos desnudas una tumba estrecha que revela el nido de las serpientes y las raíces de las plantas negras que nunca salen al sol.

“-Nueve veces haz oración en memoria de los desconocidos que yacen eternamente”, silbo el aire pútrido por única ocasión.

          -“A tus huesos perennes invoco, a tu último aliento entrego mi respiración, al vacío de tu mirada me dirijo”. Y así, se inició el descenso.

          Daga de punzante filo, hoja afilada que muerde la carne, antes tensa, con la delicadeza de un beso de la perra de Hécate: ¡purifica desde las entrañas las faltas cometidas en otros tiempos! Cada milímetro que recorre acerca los mundos que han sido separados desde los orígenes: la vida empieza a ser muerte y la muerte sigue siendo vida.

De mi brazo brota en borbotones sangre negra, pues negra es la sustancia que anima esta y sólo esta vida. Fuente primordial que recorre la entrepierna secando  todo lo que se presenta con un humo denso que precipita el líquido al agujero abismal que se ha abierto en el ritual.

Siempre pensé que la sangre era roja porque su impulso es de fuego, su sustancia cálida como el aliento de vida que penetra en el infante al momento de nacer. Siempre pensé que era caliente porque el movimiento al interior de las venas es como una salamandra que se consume en la diástole del corazón y renace en la sístole con la fuerza de una ola ígnea.

          Ahora me doy cuenta de lo contrario: la sangre adentro es fría porque se mueve en lo oculto, en lo no visible; habita lo interior como un cadáver habita el interior de su sepultura consumiéndose en su putrefacción para generar nuevas formas de vida en su transformación. El cuerpo es la tumba de la sangre, que se mueve aparentemente, pero nunca se ha movido.

          Sólo cuando sale del cuerpo entra en movimiento y se calienta al correr hacia el más penetrante frío, el frío de la muerte. Sus sustancia se muestra plena: la sangre es la portadora de la muerte; su presencia en el mundo anuncia la llegada de la oscuridad, los pasos de Perséfone invitándonos a su lecho. La sangre coagulada vuelve a ser fría porque es el néctar de la muerte; bebedizo difícil de tragar pero que libera de todo peso, separa las sustancias y coagula todo impidiendo más movimiento, más cambio.

          Por eso el sacrificio y la ofrenda tienen un sagrado valor efímero. Es necesario atrapar el tiempo, el momento fugaz en que la sangra recorre vertiginosa su camino hacia la boca de los dioses hematófagos. Es ese preciso instante el que manda postergar el oráculo para que el adivino ciego pueda hablar; es en ese preciso instante que hay que apartar a los muertos y no darles de beber, pues si lo hacen su memoria se aligerará y creerán nuevamente en la vida.

          Ahora estoy aquí, deteniendo con mi cuchillo la miríadas de descarnados que se arremolinan alrededor del charco de sangre, que crece mientras en mi brazo no cesan de gritar las moiras. Cada ser es como sombra, imagen borrosa en un espejo, su cabeza y su pecho tienen huecos por donde se contempla el vació y la plenitud; no tienen alma ni corazón, por eso no recuerdan ni siquiera su camino hacia ese vació que los llenará cuando miren a sus adentros. Han sido liberados y su libertad es su dejar de ser su yo.

          El adivino se presenta, él no quiere sangre, ha estado desde todos los tiempos en la oscuridad, muerto dimensional que no ha pasado por la ilusión de la vida. Su voz es como una roca despeñándose en un abismo profundo, insondable. De todas las voces y palabras, sólo la suya desvela lo oculto, muestra la señal que conduce a la verdad, ¡quiero saberla, sea la que sea!

          -“¡Infausto caminante, tu añoranza te ha traído hasta este umbral. Tu pasos son inútiles pues has llegado sin haber llegado! ¿Quieres saber tu sino? ¡Pues ve!

          Acerco su ajado rostro hasta tocar el mío y sus órbitas oculares vacías se volvieron una inmensa esfinge que me mostraba una imagen; y vi.

          Vi  que la patria que añoraba era una ilusión, que el mundo no era, que todo es nada. Vi que la vida es un espejo que refleja imágenes falsas: los cuerpos, los árboles, los seres, se mueven y crean el tiempo del espejo; pero aquello de que son reflejo es  fantasmal, es sombra, es vació, nada. El mundo es un juego de sombras que se creen luz por no saber de su propio reflejo. Vi que hay el espejo, lo reflejado y el reflejo, pero los ojos vacíos del adivino me mostraron que hay algo más: el fondo abismal, oscuro donde se crea la ilusión. Esa es la verdad. No regresaré, porque nunca me he ido.

          Los ojos se vaciaron y fui Tiresias, y fui cada uno de los seres que se acercaban para probar la sangre. Cuando el primero lo hubo hecho, supe que yo mismo he bebido sangre, sangre para los muertos: la que fluye no es mi sangre, es la sangre del sacrificio que me hace recordar lo nunca visto ni vivido.»

 

 

         

         

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