SANGRE PARA LOS MUERTOS
Nekromantik
“…aparta
tú el rostro
con
la vista en las aguas del río y, entonces, la turba
hasta
ti llegará de los hombres privados de vida;
mas
ordena a los tuyos que al punto cogiendo las reses,
degolladas
por bronce cruel y tendidas por tierra las
desuellen
y pongan al fuego invocando a los dioses,
al
intrépido Hades y horrenda Perséfona. A un tiempo,
del
costado sacando tú mismo la aguda cuchilla
quedarás
impidiendo a los muertos, cabezas sin brío,
acercarse
a la sangre hasta haberte instruido Tiresias.”
Odisea, X, 528-537
A
veces me vienen a la memoria recuerdos confusos. Imágenes delirantes que se
suceden unas a otras sin una conexión aparente entre sí. No sé si sean cosas
que he vivido o soñado; no sé ni siquiera si son recuerdos míos o de alguien
ajeno.
A veces puedo retener algunos de ellos
y recrear escenas que se desarrollan para disolverse en cuanto los
acontecimientos se van sucediendo. Su tiempo es incuantificable y su espacio es
inabarcable; su devenir es múltiple y se despliega en infinitas dimensiones y
mundos.
Una de estas escenas es la que a
continuación se narra; lo hago como si lo que se dice proviniera de un pasado
remoto o un futuro que nunca llegará. La voz no es mi voz, la palabra no me
pertenece: es de otros, es de OTRO.
«Ya hace tiempo que la tristeza me
acomete cada vez que evoco la patria lejana, abandonada; sus verdes y húmedos
campos llenos de árboles son pinturas vívidas que se agolpan en recuerdos que
generan una añoranza terrible. Mi cuerpo se desvanece en jirones y siento que
me disuelvo en la agonía del retorno.
Entre esos jirones puedo ver las
pupilas de la hechicera destellando un oráculo que me permitirá regresar al
mundo donde mi arco se tensa con la cuerda hecha de tripas de macho cabrío y
las flechas llevan en la punta el veneno sacado de la saliva de la diosa
Afrodita: “El camino tiene que ser señalado por los ojos ciegos del adivino tebano
que habita entre las sombras de los muertos en la oscuridad de la horrenda
Perséfone”.
Tal es el mensaje, tal es la palabra
proveniente de la lengua de aquella que puede ver lo que no se ve, de aquella
que puede transformar los cuerpos y las almas. En el mensaje esta el ritual, la
ofrenda está indicada por el sacrificio de la vida en los lugares limítrofes
entre el olvido y la memoria.
Tomé cautivo mi propio cuerpo para ser
ofrenda, y lo ungí con leche fresca, miel, vino y agua. Del mar azul bajé a la
tierra seca y a las cavernas que guardan lo podrido, lo que está
transformándose. El vientre de Perséfone es oscuro, frío y húmedo: el lodo
cubre los pies y los gemidos de miles de entes penetran agudamente lo sólido
formando senderos que se cierran en el instante en que son alumbrados por una
luz negra que procede de ninguna parte.
Ahí, donde se cruzan los sonidos y las
palabras no tienen significado, cavé con mis manos desnudas una tumba estrecha
que revela el nido de las serpientes y las raíces de las plantas negras que
nunca salen al sol.
“-Nueve
veces haz oración en memoria de los desconocidos que yacen eternamente”, silbo
el aire pútrido por única ocasión.
-“A tus huesos perennes invoco, a tu
último aliento entrego mi respiración, al vacío de tu mirada me dirijo”. Y así,
se inició el descenso.
Daga de punzante filo, hoja afilada
que muerde la carne, antes tensa, con la delicadeza de un beso de la perra de
Hécate: ¡purifica desde las entrañas las faltas cometidas en otros tiempos!
Cada milímetro que recorre acerca los mundos que han sido separados desde los
orígenes: la vida empieza a ser muerte y la muerte sigue siendo vida.
De
mi brazo brota en borbotones sangre negra, pues negra es la sustancia que anima
esta y sólo esta vida. Fuente primordial que recorre la entrepierna
secando todo lo que se presenta con un
humo denso que precipita el líquido al agujero abismal que se ha abierto en el
ritual.
Siempre
pensé que la sangre era roja porque su impulso es de fuego, su sustancia cálida
como el aliento de vida que penetra en el infante al momento de nacer. Siempre
pensé que era caliente porque el movimiento al interior de las venas es como
una salamandra que se consume en la diástole del corazón y renace en la sístole
con la fuerza de una ola ígnea.
Ahora me doy cuenta de lo contrario:
la sangre adentro es fría porque se mueve en lo oculto, en lo no visible;
habita lo interior como un cadáver habita el interior de su sepultura
consumiéndose en su putrefacción para generar nuevas formas de vida en su
transformación. El cuerpo es la tumba de la sangre, que se mueve aparentemente,
pero nunca se ha movido.
Sólo cuando sale del cuerpo entra en
movimiento y se calienta al correr hacia el más penetrante frío, el frío de la
muerte. Sus sustancia se muestra plena: la sangre es la portadora de la muerte;
su presencia en el mundo anuncia la llegada de la oscuridad, los pasos de
Perséfone invitándonos a su lecho. La sangre coagulada vuelve a ser fría porque
es el néctar de la muerte; bebedizo difícil de tragar pero que libera de todo
peso, separa las sustancias y coagula todo impidiendo más movimiento, más
cambio.
Por eso el sacrificio y la ofrenda
tienen un sagrado valor efímero. Es necesario atrapar el tiempo, el momento
fugaz en que la sangra recorre vertiginosa su camino hacia la boca de los
dioses hematófagos. Es ese preciso instante el que manda postergar el oráculo
para que el adivino ciego pueda hablar; es en ese preciso instante que hay que
apartar a los muertos y no darles de beber, pues si lo hacen su memoria se
aligerará y creerán nuevamente en la vida.
Ahora estoy aquí, deteniendo con mi
cuchillo la miríadas de descarnados que se arremolinan alrededor del charco de
sangre, que crece mientras en mi brazo no cesan de gritar las moiras. Cada ser es como sombra, imagen
borrosa en un espejo, su cabeza y su pecho tienen huecos por donde se contempla
el vació y la plenitud; no tienen alma ni corazón, por eso no recuerdan ni
siquiera su camino hacia ese vació que los llenará cuando miren a sus adentros.
Han sido liberados y su libertad es su dejar de ser su yo.
El adivino se presenta, él no quiere
sangre, ha estado desde todos los tiempos en la oscuridad, muerto dimensional
que no ha pasado por la ilusión de la vida. Su voz es como una roca
despeñándose en un abismo profundo, insondable. De todas las voces y palabras,
sólo la suya desvela lo oculto, muestra la señal que conduce a la verdad, ¡quiero
saberla, sea la que sea!
-“¡Infausto caminante, tu añoranza te
ha traído hasta este umbral. Tu pasos son inútiles pues has llegado sin haber
llegado! ¿Quieres saber tu sino? ¡Pues ve!
Acerco su ajado rostro hasta tocar el
mío y sus órbitas oculares vacías se volvieron una inmensa esfinge que me
mostraba una imagen; y vi.
Vi que la patria que añoraba era una ilusión, que
el mundo no era, que todo es nada. Vi que la vida es un espejo que refleja
imágenes falsas: los cuerpos, los árboles, los seres, se mueven y crean el
tiempo del espejo; pero aquello de que son reflejo es fantasmal, es sombra, es vació, nada. El
mundo es un juego de sombras que se creen luz por no saber de su propio
reflejo. Vi que hay el espejo, lo reflejado y el reflejo, pero los ojos vacíos
del adivino me mostraron que hay algo más: el fondo abismal, oscuro donde se
crea la ilusión. Esa es la verdad. No regresaré, porque nunca me he ido.
Los ojos se vaciaron y fui Tiresias, y
fui cada uno de los seres que se acercaban para probar la sangre. Cuando el
primero lo hubo hecho, supe que yo mismo he bebido sangre, sangre para los
muertos: la que fluye no es mi sangre, es la sangre del sacrificio que me hace
recordar lo nunca visto ni vivido.»
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