lunes, 10 de mayo de 2021

EL DIOS OCULTO

 

TO KRIPTH QEOS  

(EL DIOS OCULTO)

Ensayo sobre los símbolos del erotismo en la mitología griega

 

Nekromantik

 

¿Por qué no puedo andar a gatas

como lo hacen los locos?

¿Por qué no puedo aullarlo todo 

como lo hacen los lobos?

Saúl Hernández

 

En el Museo Arqueológico de Atenas se encuentra una escultura helenística del s. I a.C., procedente de la isla de Delos, que representa un grupo de tres personajes de la mitología griega: Eros, representado por un niño alado que revolotea en lo alto; Afrodita, la diosa de la belleza, la sexualidad y la reproducción, que blande en su mano derecha una sandalia en actitud de fingido rechazo hacia la tercera figura, Pan, el dios de la fertilidad y la sexualidad masculina desenfrenada, que coge la mano izquierda de Afrodita para atraerla hacia sí en franca seducción lasciva.

    La trilogía de personajes es por demás interesante y su compleja relación nos lleva a adentrarnos en un universo de rico contenido simbólico que cala en lo más profundo de las emociones humanas: los tres hacen referencia, de distinta forma y en niveles distintos, a las pasiones amorosas y a las pulsiones sexuales. Los tres personajes figuran como arquetipos universales de los impulsos más primigenios que mueven al ser humano a establecer relaciones con el mundo, con sus semejantes y consigo mismo; relaciones que son movidas desde lo oculto por fuerzas internas que a veces se cree desconocer, o que se cree han sido controladas, pero que desbordan y emergen con una fuerza violenta que regresa, al poseído por ellas, al estado más primario y salvaje del ser humano:   un estado extático que rompe con las estructuras establecidas por los convencionalismos culturales, desnudando la verdadera esencia humana, naturaleza animal que late al interior como un ave de presa encerrada en una jaula de papel.

Eros, tal como se representa en la figura volátil, no es una mera personificación de un ente particular con rasgos definidos, es, más bien, la representación de algo que sobrepasa lo individual; es el símbolo de algo que acontece a todos los seres humanos por igual, ese algo que los lleva a la realización de los actos más sublimes, pero también a los más aberrantes. Eros es el amor que se manifiesta, inclusive desde la misma raíz griega, como deseo, como gana de; los seres humanos, antes que cualquier otra cosa, son seres que mantienen una relación permanente con el entorno en el que se desenvuelven; como seres vivos poseen capacidades sensibles, es decir, sienten el mundo, sienten las cosas y, lo que es más importante, son afectados por esas sensaciones, las padecen. El padecimiento provoca que se sufran alteraciones internas, trastornos psíquico-fisiológicos que ponen en movimiento órganos y habilidades particulares, que interrelacionándose, promueven una acción específica en función del estímulo externo que se padece.

Tales son las emociones humanas, respuestas inmediatas a los padecimientos sensibles del mundo, pulsiones animales que evidencian la condición corpórea y sensible de ese animal especializado que es el hombre.

Sin embargo, el ser humano es un animal cuyas emociones no son estáticas, permanentes, sino que son variables y dinámicas, pues son capaces de manifestarse ante el mismo influjo externo de maneras distintas e inconmensurables; las emociones generan estados de ánimo que pueden ser de corta durabilidad o prolongarse un tiempo mayor, alterando considerablemente la condición fisiológica y las capacidades propias del individuo: frente a una tormenta, por ejemplo, una persona puede sentir un temor visceral y, de manera simultánea, otra puede sentir una alegría inmensa. Esa manera de sentir los sentimientos, nos indican que el hombre no solo siente el mundo, sino que se siente de cierta manera en él. Ese sentirse en el mundo es un posicionarse en él, y a partir de ello intentar establecer relaciones que se correspondan con el sentimiento en cuestión; he ahí el deseo primigenio del ser humano: relacionarse con los objetos y eventos del mundo de una manera tal que la individualidad de los sentimientos sea satisfecha en sus propias condiciones.

En el ámbito griego la palabra que connotaba a este deseo primigenio era qumos (thymos) que hacía referencia al ánimo, a la fuerza vital, al deseo, al impulso, al gusto por algo. Porque, en efecto, sentir deseo es tener un impulso particular, que emerge como una fuerza poderosa desde el interior y lleva al ser humano a la realización de sus actos más comprometidos.  Pero el deseo siempre es deseo de algo, por eso Platón, cuando asume entre las facultades del alma tripartita al thymos, considera que tal impulso hacia algo contiene un elemento valorativo que llevaría al ser humano a la realización de los actos más nobles que, sin embargo, se pudieran convertir en los más viles debido a la carga fuertemente individualista que posee la valoración del objeto del deseo. Así, el hombre tiene un deseo natural por el bien de sí mismo, como un impulso de conservación, pero en la satisfacción del mismo puede cometer actos violentos o vejatorios hacia otros o hacia las propias condiciones del mundo.

Además de este deseo de algo para sí mismo, en el hombre existe un deseo aún más primordial: un deseo de sí mismo.  El deseo por algo es retrotraído y el objeto del mismo deseo es ahora el ente que es sensible, emocional y sentimental. El deseo de sí mismo tiene por objeto la conservación vital, sin más, del individuo al nivel más elemental: el corporal. Todos los impulsos vitales se deben a este deseo básico: el deseo de sí mismo, ya que sólo manteniendo la vida corporal es como se satisface ese primigenio deseo, y el individuo puede establecer cualquier relación con los otros y con el mundo. A este impulso a la satisfacción de los deseos corporales para mantener la vida Platón le dio un sentido negativo, y heredó al mundo occidental el concepto de "facultad concupiscible" (apetitos y deseos corporales en general) como algo que debía mediarse mediante la Phronesis con el fin de evitar la corrupción y envilecimiento del ser del hombre. Epiqumia  (epithymía) es la voz que usa Platón, pero que era utilizada, más allá del ámbito filosófico de la teoría del alma platónica, en la lengua griega desde tiempos remotos. Epithymía hacía referencia al deseo, al apetito, a la pasión; epithymeo era desear, estar deseoso de algo o alguien. Si ese deseo de algo o alguien está relacionado con el mismo que desea, al nivel de la más básica conservación de la vida, no es de extrañar que se relacione de manera mucho más compleja y profunda con el impulso sexual, ya que éste es el culmen del deseo de vida, en tanto postergación de la misma y de sí mismo en el acto reproductivo.

Así, epithymía, como deseo o impulso sexual, se concibe como la más primigenia de las pulsiones humanas, aquella que lleva al hombre a las acciones más sublimes o las más viles para lograr la satisfacción del deseo, pues, inclusive, en ese afán de postergación de la vida puede entregar su vida misma. Ese afán de vida, de procreación, se manifiesta básicamente en un nivel corporal que, necesariamente, es individual y particular; y, sin embargo, es algo que se da de manera común en los seres humanos. Y como el ser humano es un ser vivo que posee cualidades semejantes a los otros seres vivos, ese impulso vital tiene que darse necesariamente en el mundo, incluso en el orden del cosmos.

Por eso se suele equiparar a epithymía con Eros. Aristóteles (Metafísica, I, 4, 24-25)  señala que desde la cosmogonía de Hesíodo se solía considerar al "Amor (erwta)  y al Deseo (epiqumian) como principio de los entes".  De esta forma, en Hesíodo, y en el mundo griego en general, Eros se convierte en un principio cósmico que impulsa la generación y la procreación. Pero como principio que se relaciona, e incluso se homologa, con el impulso sexual y los deseos corporales, esta fuerza generadora del cosmos tiene una faceta también desequilibrante y confusa. El mismo Hesíodo (Teogonía, 120)  describe a Eros de esta manera: "Eros, el más hermoso entre los dioses inmortales, que afloja los miembros y cautiva de todos los dioses y todos los hombres el corazón y la sensata voluntad en sus pechos". Cautivar el corazón quiere decir hacer que se pierda la razón y la voluntad; es decir, que esta fuerza primigenia, -equiparada a Gea (La Madre Tierra) y al Tártaro (Abismo, Inframundo)- sin la cual no hubiese podido emerger ningún dios, es benéfica porque es principio de generación, no obstante, puede ocasionar grandes prejuicios por sus propias características, que hacen que escape a un orden riguroso establecido. A decir de Robert Graves (Los mitos griegos I, p. 58), Eros era considerado en la Grecia primitiva como una Ker, un tipo de entidad de la muerte, abstracción despersonificada que representaba cualidades en el mundo, como el Destino (las Moiras), el Sueño (Hipnos), la Discordia (Eris), la Vejez (Geras), la Venganza (Némesis). Sólo hasta que se intentó dar una explicación un tanto más en el ámbito de lo filosófico, se le dio a este Eros el carácter de fuerza generadora que impulsa los actos de creación, desde la creación cósmica hasta la creación de vida, implícita en el impulso sexual de la procreación humana. Sin embargo, siguió conservando esas cualidades destructivas que lleva contenidas al tener una relación directa con el impulso sexual primario (epithymía); prueba de ello es el desarrollo del concepto y de la iconografía de Eros en el mundo griego: desde ser uno de los principales dioses (Hesíodo), pasando por ser considerado como un daimón (Platón), hasta la figura y concepto del Eros alado, el niño travieso que pierde los corazones de los hombres con sus flechas tiradas al azar. Pero en todas estas concepciones lo que subyace es ese impulso primitivo que emerge de lo más profundo del ser humano y que lo mueve, con un deseo irrefrenable y poderoso, a la postergación de sí en el acto reproductivo a través del sexo. Eros es impulso sexual, copula creadora, unión de los cielos y la tierra, del hombre y la mujer; Eros es pasión, un padecer que se manifiesta como un impulso capaz de rebasar la voluntad y la razón con el afán de conseguir la satisfacción plena de sí mismo: plenitud cósmica, humana o personal.

Afrodita, diosa del deseo, la lujuria y la belleza, nacida, de acuerdo a lo narrado en la Teogonía de Hesíodo, de la blanca espuma surgida de los genitales castrados de Urano , tiene como atributos: "las intimidades con doncellas, las sonrisas, los engaños, el dulce placer, el amor y la dulzura" (Teogonía, 205, ss.). Como diosa urania, Afrodita simboliza la atracción sexual en los seres humanos, de ahí que sus atributos sean los mencionados en la cita. El impulso sexual de reproducción se presenta como una fuerza abrasadora que necesita ser consumada a toda costa; sin embargo, en el ser humano la realización del impulso no se reduce a un acto meramente fisiológico que tiene su objeto en cualquier cuerpo. Existe un elemento propio de lo humano que hace que el objeto del deseo deba poseer ciertas cualidades que lo hagan factible de ser considerado como tal: la atracción sexual se basa en atributos más allá de lo meramente fisiológico, como la belleza, el placer, el gusto, la labor de la seducción. Afrodita representa a la sexualidad con un objeto de deseo definido por patrones culturales, propiamente humanos; se debe satisfacer el impulso primario, sí, pero se debe satisfacer de cierta manera y bajo ciertas condiciones. Por eso la misma diosa es paradigma de la belleza y el placer eróticos, propio de los impulsos sexuales. En pocas palabras: es el deseo sexual orientado.

Pero esta visión de lo sexual en Afrodita es incompleta, ya que los impulsos suelen traicionar las condiciones bajo las cuales se pretende darles satisfacción: el deseo se encamina en ocasiones hacia objetivos aberrantes. En la misma mitología, Afrodita no sólo hace presa a hombres y a dioses de las pasiones que los pueden perder, sino que ella misma se pierde en la pasión: siendo consorte de Hefesto es poseída por una enorme pasión por Ares, el dios de la guerra, con el cual engendró a Fobos (Fobos,Temor),  Deimos (Deimos, Terror) y Harmonía (Armonia); también se apasiona por Hermes, con el cual engendra a Hermafrodito, un ser de doble sexo; con Dionisos engendra a Príapo, un ser feo y con un falo enorme en permanente erección, que simboliza la fertilidad de la tierra. Y qué decir de su pasión por el bello Adonis, que la llevó a enfrentarse con Perséfone,  consorte de Hades y reina del Inframundo. Todas estas narraciones en lo mitos de Afrodita nos hacen ver que la pasión sexual es desbordante y que el objeto del deseo no es único, sino variable y hasta múltiple; es decir, la pasión puede llevar al deseo simultaneo de múltiples seres, con cualidades y atributos diferentes y hasta contrarias. Esto es así porque la pulsión sexual como deseo es trascenderse a sí mismo como objeto de deseo: el impulso vital primario, que implica un deseo de perseverancia, es sentido como la potenciación de las facultades individuales en una sensación de placer, pero esa potenciación sólo tiene su referente cuando se da en función de una relación que ponga en espejo aquello que provoca ese placer máximo. Sólo se puede ser pleno cuando el placer de ser en sí mismo es proyectado en otro, con la consecuente dosis de placer extra que implica, a su vez, el placer del otro. De ahí que la relación erótico-sexual se entienda como una lucha que pretende lograr la máxima obtención de placer a través del placer del otro: Afrodita sucumbe ante la pasión por Ares, pero en la consecución del placer pasional es ella misma, desplegando sus atributos que le permiten burlar a Hefesto y lograr la atención del dios guerrero, en su máxima expresión: seducción, engaño, placer.

Esta ambivalencia un tanto caótica en la concepción de Afrodita lleva a la mentalidad griega a adaptar la figura de la diosa a formas más cercanas a los fenómenos reales del mundo, convirtiéndola en  una diosa olímpica, diferente a la Afrodita uránida. Homero (Iliada, L. V, 365-390) la presenta como una diosa belicosa y lloriqueante, cuando es herida, a los pies de su madre, la diosa Dione, y suplicando a su padre Zeus, haciendo que su génesis sea a partir de la participación de lo masculino y lo  femenino, mientras que la Afrodita uránida es generada sin la participación de lo femenino. Esta nueva genealogía le da un realce importante a la actividad sexual como motor intrínseco del placer y del impulso creador, pero no elimina los atributos de seducción, belleza y engaño propios de la diosa; el mismo Homero (Himnos Homéricos, V) precisa que sólo  Atenea, Ártemis y Hestía, pueden librarse de los engaños de la seducción, mientras que "ningún otro ser se libra de ella, ni entre los bienaventurados dioses, ni entre los mortales hombres. Y hasta perturba la mente de Zeus que se complace en el rayo, a pesar de ser el más grande y el que ha obtenido mayores honras: cuando ella quiere, engaña su precavida inteligencia y logra fácilmente que se junte con hembras mortales y se olvide de Hera, su hermana y mujer..."  Esta nueva Afrodita es la personificación de la pasión arrebatadora que pierde el sentido, y que se complace en la más desenfrenada búsqueda del placer sexual, dejando, inclusive, de lado el impulso de procreación: Afrodita es placer puro.

La evolución polivalente de la experiencia erótica a través de la figura de Afrodita tiene su culminación en la obra platónica, sobre todo en el desarrollo de la concepción del amor en El Banquete. En el discurso de Pausanias (180a-182a) se describe la existencia de dos tipos de diosas que representan dos tipos de amor o deseo: la Afrodita Urania (Afrodith Ourania, Afrodita Celeste) y Afrodita Pandemo (Afrodith Pandemos, Afrodita de todo el pueblo, común, que en tiempos de Platón había degenerado en Pagkoinos (común a todos, vulgar). La primera es la nacida de los genitales castrados de Urano, y la segunda la hija de Zeus y Dione, y los atributos que se les conceden a cada una son distintos en cuanto a formas del deseo. La Afrodita Urania es el amor celeste, es el deseo templado y mesurado que, al no proceder de la unión con hembra, se inclina hacia lo varonil, hacia lo más fuerte y de mayor entendimiento; como puede notarse, la idea del deseo uranio hace referencia a lo que indicábamos anteriormente: el deseo sexual debe ser orientado, mediado por el entendimiento para lograr moderar la pasión y elevar el alma, (no el cuerpo), a niveles de placer intelectual. Claro está, que dicha visión platónica del deseo sexual está impregnada de las valoraciones filosóficas y sociales del siglo V a.C., que ponderan, por sobre todo, la actividad intelectual como forma de desarrollo del ideal de hombre y la formación del ciudadano en estos ideales. Además, se consideraba que la actividad intelectual era más propicia en los varones, por eso las inclinaciones del deseo deberían orientarse hacia una relación homo-erótica que diese como resultado la potenciación de ambos: el erastés (erastes, amante) y el erómenos (eromenos, amado). Justificación de la pederastia como práctica social en algunas ciudades griegas.

Por otra parte, la Afrodita Pandemo es el amor común, vulgar, por el cual los seres humanos aman de igual manera "a mujeres y a mancebos; [....] aman en ellos más sus cuerpos que sus almas y, por último, prefieren los individuos tanto más necios mejor, pues tan sólo atienden a la satisfacción de su deseo, sin preocuparse de que el modo de hacerlo sea bello o no" (Banquete, 181b). Por supuesto, aunque Platón le dé un sentido negativo,  éste es el deseo propio del ser humano, el que está despojado de los imperativos morales y estéticos que le impone determinada estructura cultural. El amor celeste debe ser bueno y bello, de ahí sus consideraciones elitistas, que hacen que el deseo aspire a un objeto sólo alcanzable por algunos (en este caso los varones mejor preparados). El amor común es el deseo en sí mismo, que no aspira a ideales impuestos, sino que se vive en la carne y el alma, y que urge ser satisfecho a toda costa; por eso puede ser considerado como necio, ya que su objeto escapa a consideraciones abstractas y se traduce en un objeto vivo, material, inmediato, que está al alcance y por el cual se debe luchar de manera apasionada, sin importar los medios ni las consecuencias. Pasión que no es buena, ni bella en sí misma, es pasión, deseo, el amor como impulso originario que lleva al placer sexual.

Ese ámbito pasional es el mundo de Pan. El dios macho cabrío al que los otros dioses olímpicos no veían con buenos ojos. Dios de los bosques, de la fertilidad, de los pastores y rebaños, era especialmente reconocido como la representación de la potencia sexual masculina desenfrenada. Según la mitología tiene varias genealogías, siendo una de las más importantes aquella que lo vincula como hermano adoptivo de Zeus, lo que le confiere un estatus de antigüedad significativo; sin embargo la genealogía más difundida es la que se presenta en los Himnos Homéricos (XIX, A Pan), que lo hacen hijo de Hermes y de una ninfa, hija de Dríope: "ella le dio a Hermes, en su casa, un hijo amado que desde luego se presentó monstruoso a su vista: caprípedo, bicorne, bullicioso, de dulce sonrisa; y la ninfa se levantó y echó a correr  abandonando al niño la que debía amamantarlo-, pues le entró miedo al ver aquella faz desagradable y barbuda."  La figura de este dios, mitad humano mitad animal, espanta a la vista porque recuerda esa parte salvaje y no domeñada que se encuentra en lo más profundo de todos los seres humanos; es la parte impulsiva e instintiva que late permanentemente, y salta incontenible en los momentos que más impacto tienen en la vivencia humana: los momentos en que se deja libre cauce a los apetitos e impulsos del placer sexual.

Al ser hijo de Hermes, Pan hereda la potencia y el vigor fálico,  que lo hacen ser un símbolo netamente sexual, pues es el falo erecto lo que se muestra como más visible cuando los ardores del deseo sexual atacan al varón, y el pequeño clítoris femenino en estado itifálico es la evidencia de la excitación y pasión erótica. Además, como el mismo Hermes, Pan es un embaucador consumado; es decir, que ese impulso sexual primario seduce y engaña de una manera magistral para arrastrar al hombre al delirio de sus propias pasiones. Sin embargo, Pan tiene otras cualidades, las cuales inclusive los dioses olímpicos reconocen y hacen uso de ellas: poseía el arte de la profecía (que Apolo sacó de él) y virtudes musicales (Hermes mismo robo una flauta hecha por Pan y la presentó como suya). A este respecto es importante recordar que las facultades proféticas sólo se  manifiestan en estados de éxtasis pleno (como en el oráculo de Delfos, consagrado a Apolo) y que en la Grecia antigua, los estados extáticos logrados en las orgias sagradas culminaban con un desenfreno sexual que rompía todas las barreras culturales y sociales, hermanando a los participantes en una comunión con el Todo y la Naturaleza a través del ritual de fertilidad y fecundación.

Además, la música lleva al ser humano a niveles de conciencia donde se priva la voluntad y la razón para dar paso a un estado más puro de la existencia, donde las pasiones son liberadas y los deseos consumados sin restricciones en ritmos acelerados acompañados de gritos salvajes: el grito de Pan que aterroriza a los incautos que se acercan a él con trabas, de ahí la palabra pánico. El impulso sexual en plena libertad  atemoriza: terror de perderse en el éxtasis y volver a la forma animal de la que se procede; no se quiere amar como bestia porque se es despreciado, igual que Pan es despreciado por su propia madre y por los dioses olímpicos.

Pero no todos desprecian la naturaleza animalescamente cabruna de Pan. Dionisos, el dios de la embriaguez, de la locura y el éxtasis se alegra en extremo cuando es llevado recién nacido al Olimpo por Hermes, para diversión de los dioses, de modo que decide hacerlo su compañero y, a veces, suele compartir con él sus costumbres. En los rituales orgiásticos de Dioniso, de embriaguez e intoxicación, en las montañas y bosques, las Ménades hacían del macho cabrío un punto culminante por medio de su sacrificio e ingesta: símbolo de la posesión del impulso sexual que fecunda y fertiliza la tierra, en la consumación del acto de comunión salvaje, que hace del deseo y del desenfreno sexual el elemento central del acto. El dios Pan se jactaba de que había poseído a todas las Ménades, borrachas de Dionisos, a sabiendas que debía sucumbir él mismo en el ritual orgiástico. Este es el símbolo de la unión absoluta de la naturaleza erótico-pasional femenina con la potencia y virilidad masculina. La potenciación del impulso erótico fundamental sólo se da cuando se libera al mismo impulso de las ataduras a las que lo somete la propia condición del ser humano, entendido como un ser mesurado y determinado por el nivel con que se aleja de los impulsos animales más elementales.

Eros, el impulso sexual, dominado por Afrodita debe ser liberado por Pan.  El dios oculto de los bosques, que atrae al éxtasis con su música de flauta y seduce a ninfas y mancebos, es, como Dionisos, liberador, emancipador de las pulsiones erótico-sexuales más profundas, aquellas que hemos creído dominar pero que nos asaltan con fuerza y nos trastornan en un sentimiento contradictorio, por realizar  actos capaces de llevarnos al máximo placer o contenerlos para conservar la cordura y estatus humano. Dejemos que el pene enhiesto del dios cabruno nos golpee el rostro, y nos lleve a las entrañas más profundas de nuestro deseo, con el fin de perdernos a nosotros mismos en el éxtasis sexual que nos hace ganarnos a nosotros mismos:

Excítate con la voluptuosidad de la luz,

¡Oh hombre! ¡Mi hombre!

Ven corriendo de la noche.

¡De Pan! ¡Io Pan!

¡Io Pan! ¡Io Pan! Ven sobre el mar.

(Aleister Crowley)

No hay comentarios:

Publicar un comentario