jueves, 6 de mayo de 2021

DE MORI. EPISTOLA AL DIABLO

 

DE MORI.  EPISTOLA AL DIABLO



Escrita por Nekromantik


Salutem tibi Diabolus

Tiempo ha, querido compañero, que nuestros derroteros no se han cruzado materialmente ni nuestras palabras han hecho eco en el interior de cada uno de nosotros; tanto así que no sé si lo que digo pueda llegar alguna vez a tu alma, ya sea por tu necesaria ausencia o por tu, aún más necesaria, disolución de este plano de la realidad. Pero eso no importa: tanta eternidad que compartimos y tantas experiencias que visionamos juntos no pueden, de ninguna manera, caer en el fondo del olvido y ser menospreciadas como algo fútil y banal -aunque en su momento así pareciese al mundo y a nosotros mismos-.

La última vez que participamos de un espacio y tiempo comunes discutimos asuntos tan agudos que terminamos por odiarnos el uno al otro –tú más a mí que yo a ti, creo- y maldecirnos hasta el deseo mutuo de la muerte. Recuerdo que, de entre las últimas palabras que me dijiste, pude asimilar que mi maldición y deseo de muerte te afectaba en demasía porque percibías que esta te rondaba y no te sentías preparado para ella. En mi caso, vivo tu maldición como una bendición que me hizo ver con mayor profundidad en la oscuridad de tu alma y en el vacío de la mía.

Un viejo sabio, cuya sabiduría consistía en una exaltación de la vida, recibió de unos niños un regalo: una corona hecha con ramas y hojas del árbol donde se resguardaba a meditar. Cuando se colocó la arbórea corona, los niños rieron y dijeron a gritos que era un tonto.

La vida, mi querido Diablo, no nos prepara para la muerte. Antes bien, hace que evitemos su presencia y la coloquemos entre las cosas que pasan pero no queremos pensar ni enfrentar. Pero está ahí, oculta tras del manto con la que la cubrimos, señalando con su frío índice el lugar al que hemos de llegar tras el recorrido, sinuoso o directo, pero al fin con una meta. Vivimos mirando imágenes dentro de nuestra tumba, que fue cavada en el momento del nacimiento; pero creemos que es espacio abierto y mundo real: sólo es real el vacío en que la vida se mueve, la oscuridad de la muerte.

¿Por qué temer, entonces, aquello en lo que no pensamos? Así es, sólo emerge el temor a la muerte cuando pensamos en ella, sólo ahí. Ni siquiera cuando nos enfrentamos a su presencia al contemplar la muerte de otro, al asistir a los rituales funerarios o ver un cadáver. Y es que tenemos que distinguir la muerte y el morir; el fenómeno y el acto. Lo que pasa, la muerte que acontece, la podemos asimilar y darle un sentido que nos la oculte nuevamente o, en el mayor de los casos, trivializarla en la normalidad para garantizar su olvido. Hacemos un mundo ultraterreno, ultraexistencial, al dotar de sentido al fenómeno que se muestra, en sí mismo, como sin sentido. Creamos teorías, religiones, filosofías que nos presentan un escenario asimilable y piadoso: la muerte nos lleva a una nueva forma de ser o nos sumerge en el plácido sueño de la eternidad. Consuelo para la estirpe humana que provoca la sobrevaloración de la vida. Oro de tontos.

Morir es otra cosa; es potencia de ser que se despliega en un acto permanente y puro de ser. Ser la muerte siendo la muerte. El morir está presente en su ausencia: vivimos muriendo y para morir. Si el hombre es acción, su acción es el morir primigenio y sustancial que se muestra en cada acto, en cada momento, en cada espacio. No hay creación erótica, hay destrucción tanática. Cada movimiento, cada instante de la existencia implica una disgregación, una ruptura, un dejar de ser, un morir.

El viejo sabio del árbol quitó de su cabeza la arbórea corona y contempló en las secas nervaduras de las hojas el misterio de sí mismo: aprendió a ver.

Morir es el acto fundante y sustancial. Pero ¿quién muere, quién es el ser del morir?

Alguna vez leímos juntos en no sé qué demoniaco libro de los que tú solías leer y después regalarme para que yo los perdiera, que el hombre es una ilusión creada por sí mismo para evitar la visión de la disolución y del morir. La sensación de desgaste y finitud nos acompaña desde siempre; no es algo intelectual, es algo visceral e intuitivo: sabemos en la inmediatez de nuestra existencia que nos aniquilamos con cada pequeño y suave movimiento, dejamos de ser. Por eso, nuestro intelecto –maldita sea, dije en aquella ocasión- desarrolla una forma de ser un sí mismo en la afirmación de su propia permanencia como unidad ordenada frente a la primigenia entropía. Permanecer como unidad, unidad de conciencia le llaman los filósofos, es ser un individuo humano. Ahí radica la sustancia, en lo que el ser humano va definiendo como un self a partir de las negaciones de formas alternas que se desechan en el limbo de la inconsciencia.

La unidad, el yo, se constituye a partir de la fundación ontológica de los espectros de la realidad que conforman el entorno y el interior del mismo yo. Es por eso que tales creaciones, tanto las externas como las internas, constituyen una forma de apego, de enraizamiento y fijación que se presenta como la realidad de la existencia y del yo creador. Los apegos se solidifican y crean la ilusión de permanencia y unidad.

El problema, Diablo, es que los apegos, la realidad del yo y de la existencia, son una creación que se proyecta hacia lo infinito y eterno. Nuestra conciencia mantiene el estado de permanencia como algo sin límites ni fin. Nuestro pensamiento ordinario discurre en ese estado de apego infinito y eterno que llamamos yo consciente. No pensamos ni en la finitud ni en el límite, no pensamos en la muerte aunque estemos muriendo: no hay nada finito ni limitado, lo único infinito e ilimitado es el morir. Lo que permanece es el morir.

De ahí que el temor a la muerte sea el terror a morir, a hacer consciente el proceso sustancial del acto mismo de ser. Tememos morir cuando pensamos en que la disgregación de la sustancia es algo que nos acaece, que los apegos son ilusiones y se rompen, que nuestro ser se va tejiendo en la fantasía y se desteje, cual manto de Penélope, en la verdad del morir. Pero lo más terrible, lo que nos daña de la manera más profunda es el pensar en la disolución de la unidad, en la desintegración del yo: no más sensaciones, ni ideas, no más realidad. Morimos como yo y el vacío, el no-yo, la nada se vuelve la realidad.

Vaciarnos, oscurecernos, morir, es el acto primordial del que escapamos con la consciencia; al vivir no somos porque negamos nuestro ser: el yo es la negación absoluta y concreta de la sustancialidad trascendente. La unión del yo con el principio metafísico es la autonegación del yo. Si lo aceptamos seremos UNO con la verdadera UNIDAD: la inconsciencia vacía de la muerte.

No sé si mis palabras puedan resonar en ti –o en cualquier otro que asuma su ser diabólico- pero es necesario que te las mande; no para consolarte frente a tu propio morir, sino para llegar yo mismo a volver a ver la cara de la muerte.

El viejo sabio vio en las hojas de su árbol sus propios ojos: se desvanecían como polvo en el aire.

 

P.S.

Al final nos veremos al fondo del barranco.  

 

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