DE MORI. EPISTOLA AL DIABLO
Escrita
por Nekromantik
Tiempo ha, querido compañero, que nuestros derroteros no se han cruzado materialmente ni nuestras palabras han hecho eco en el interior de cada uno de nosotros; tanto así que no sé si lo que digo pueda llegar alguna vez a tu alma, ya sea por tu necesaria ausencia o por tu, aún más necesaria, disolución de este plano de la realidad. Pero eso no importa: tanta eternidad que compartimos y tantas experiencias que visionamos juntos no pueden, de ninguna manera, caer en el fondo del olvido y ser menospreciadas como algo fútil y banal -aunque en su momento así pareciese al mundo y a nosotros mismos-.
La última vez que participamos
de un espacio y tiempo comunes discutimos asuntos tan agudos que terminamos por
odiarnos el uno al otro –tú más a mí que yo a ti, creo- y maldecirnos hasta el
deseo mutuo de la muerte. Recuerdo que, de entre las últimas palabras que me
dijiste, pude asimilar que mi maldición y deseo de muerte te afectaba en
demasía porque percibías que esta te rondaba y no te sentías preparado para
ella. En mi caso, vivo tu maldición como una bendición que me hizo ver con
mayor profundidad en la oscuridad de tu alma y en el vacío de la mía.
Un viejo sabio, cuya
sabiduría consistía en una exaltación de la vida, recibió de unos niños un
regalo: una corona hecha con ramas y hojas del árbol donde se resguardaba a
meditar. Cuando se colocó la arbórea corona, los niños rieron y dijeron a
gritos que era un tonto.
La vida, mi querido
Diablo, no nos prepara para la muerte. Antes bien, hace que evitemos su
presencia y la coloquemos entre las cosas que pasan pero no queremos pensar ni
enfrentar. Pero está ahí, oculta tras del manto con la que la cubrimos,
señalando con su frío índice el lugar al que hemos de llegar tras el recorrido,
sinuoso o directo, pero al fin con una meta. Vivimos mirando imágenes dentro de
nuestra tumba, que fue cavada en el momento del nacimiento; pero creemos que es
espacio abierto y mundo real: sólo es real el vacío en que la vida se mueve, la
oscuridad de la muerte.
¿Por qué temer,
entonces, aquello en lo que no pensamos? Así es, sólo emerge el temor a la
muerte cuando pensamos en ella, sólo ahí. Ni siquiera cuando nos enfrentamos a
su presencia al contemplar la muerte de otro, al asistir a los rituales
funerarios o ver un cadáver. Y es que tenemos que distinguir la muerte y el
morir; el fenómeno y el acto. Lo que pasa, la muerte que acontece, la podemos
asimilar y darle un sentido que nos la oculte nuevamente o, en el mayor de los
casos, trivializarla en la normalidad para garantizar su olvido. Hacemos un
mundo ultraterreno, ultraexistencial, al dotar de sentido al fenómeno que se
muestra, en sí mismo, como sin sentido. Creamos teorías, religiones, filosofías
que nos presentan un escenario asimilable y piadoso: la muerte nos lleva a una
nueva forma de ser o nos sumerge en el plácido sueño de la eternidad. Consuelo
para la estirpe humana que provoca la sobrevaloración de la vida. Oro de
tontos.
Morir es otra cosa; es
potencia de ser que se despliega en un acto permanente y puro de ser. Ser la
muerte siendo la muerte. El morir está presente en su ausencia: vivimos
muriendo y para morir. Si el hombre es acción, su acción es el morir primigenio
y sustancial que se muestra en cada acto, en cada momento, en cada espacio. No
hay creación erótica, hay destrucción tanática. Cada movimiento, cada instante
de la existencia implica una disgregación, una ruptura, un dejar de ser, un
morir.
El viejo sabio del
árbol quitó de su cabeza la arbórea corona y contempló en las secas nervaduras
de las hojas el misterio de sí mismo: aprendió a ver.
Morir es el acto
fundante y sustancial. Pero ¿quién muere, quién es el ser del morir?
Alguna vez leímos
juntos en no sé qué demoniaco libro de los que tú solías leer y después
regalarme para que yo los perdiera, que el hombre es una ilusión creada por sí
mismo para evitar la visión de la disolución y del morir. La sensación de
desgaste y finitud nos acompaña desde siempre; no es algo intelectual, es algo
visceral e intuitivo: sabemos en la inmediatez de nuestra existencia que nos
aniquilamos con cada pequeño y suave movimiento, dejamos de ser. Por eso,
nuestro intelecto –maldita sea, dije en aquella ocasión- desarrolla una forma
de ser un sí mismo en la afirmación de su propia permanencia como unidad
ordenada frente a la primigenia entropía. Permanecer como unidad, unidad de
conciencia le llaman los filósofos, es ser un individuo humano. Ahí radica la
sustancia, en lo que el ser humano va definiendo como un self a partir de las negaciones de formas alternas que se desechan
en el limbo de la inconsciencia.
La unidad, el yo, se
constituye a partir de la fundación ontológica de los espectros de la realidad
que conforman el entorno y el interior del mismo yo. Es por eso que tales
creaciones, tanto las externas como las internas, constituyen una forma de
apego, de enraizamiento y fijación que se presenta como la realidad de la
existencia y del yo creador. Los apegos se solidifican y crean la ilusión de
permanencia y unidad.
El problema, Diablo, es
que los apegos, la realidad del yo y de la existencia, son una creación que se
proyecta hacia lo infinito y eterno. Nuestra conciencia mantiene el estado de
permanencia como algo sin límites ni fin. Nuestro pensamiento ordinario
discurre en ese estado de apego infinito y eterno que llamamos yo consciente.
No pensamos ni en la finitud ni en el límite, no pensamos en la muerte aunque
estemos muriendo: no hay nada finito ni limitado, lo único infinito e ilimitado
es el morir. Lo que permanece es el morir.
De ahí que el temor a
la muerte sea el terror a morir, a hacer consciente el proceso sustancial del
acto mismo de ser. Tememos morir cuando pensamos en que la disgregación de la
sustancia es algo que nos acaece, que los apegos son ilusiones y se rompen, que
nuestro ser se va tejiendo en la fantasía y se desteje, cual manto de Penélope,
en la verdad del morir. Pero lo más terrible, lo que nos daña de la manera más
profunda es el pensar en la disolución de la unidad, en la desintegración del
yo: no más sensaciones, ni ideas, no más realidad. Morimos como yo y el vacío,
el no-yo, la nada se vuelve la realidad.
Vaciarnos,
oscurecernos, morir, es el acto primordial del que escapamos con la
consciencia; al vivir no somos porque negamos nuestro ser: el yo es la negación
absoluta y concreta de la sustancialidad trascendente. La unión del yo con el
principio metafísico es la autonegación del yo. Si lo aceptamos seremos UNO con
la verdadera UNIDAD: la inconsciencia vacía de la muerte.
No sé si mis palabras
puedan resonar en ti –o en cualquier otro que asuma su ser diabólico- pero es
necesario que te las mande; no para consolarte frente a tu propio morir, sino
para llegar yo mismo a volver a ver la cara de la muerte.
El viejo sabio vio en las hojas de su árbol sus propios
ojos: se desvanecían como polvo en el aire.
P.S.
Al final nos
veremos al fondo del barranco.
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