martes, 18 de mayo de 2021

ARS MAGNA

 

ARS MAGNA

NEKROMANTIK

 


NIGREDO

Traga carne

la diosa traga mi carne

al invocar los ensueños de la muerte

singular espejo roto

refleja mundos de ojos ciegos

de microcosmos cuya esencia es el caos

los agujeros de las tumbas

arrullan gusanos negros

blandos, viscosos

con colmillos como dagas

llenan las últimas copas de excrementicio néctar

la saliva del daimon

recorre lujuriosa la piel

la consume y deja salir la sangre

amasa la materia informe con lodo y huesos

el cuerpo no existe previo al fuego

lo seco y lo frio

son el aliento de las grutas

conviven en las tripas de los reptiles

demorando el influjo de la luna menguante

la luz narcisista genera batallas de ciclopes

en los refugios de la insensibilidad

vírgenes negras pasean sus dedos

por los genitales de la serpiente

repta

repta plomo desnaturalizado

en la melodía del silencio

clave labii reatum

que en la orbe de Saturno se lamenta

gimiendo y llorando

¡ea pues¡ señora abogada nuestra

madre del musgo y de la tierra

crimen sin juicio ni justicia

rasgar la mortaja

para disolver los sentidos

Corvus mete la oscura cabeza

en la oscuridad

para sacar el corazón del árbol

la raíz fallece en lo oculto

dejando el espacio libre para las almas

penetra el vacío

vuelve al vacío

porque el vacío es el Maestro

porta el puñal y la máscara

solve et coagula

en el principio de los principios.

 

ALBEDO

Estructuras líquidas convergen en las apostasías

por la espuma de Afrodita

discurren las esencias volátiles

capullos de limo abrazan los despojos del sexo

el sudor y el semen

son mantos vivificantes

dan la vida al matar al otro

posesión angélica que entraña quimeras

engendros masturbados de la primera flor

la luna nueva no se ve

la luz la ha abandonado

bajo sus cabellos se gesta la horda

de los comedores de clítoris

invisible rostro

presencia invisible

el ser de su cuerpo

es el no ser de su alma

lienzo de pintor

donde se plasma lo inefable

color que no se imagina

que pinta lo eterno

conjuga los tonos de lo quemado

en la ascensión de la plata

luna-metal cargando en sus brazos al nonato

al feto de los atanores

azufre y sal se oponen

luchan y se dominan mutuamente

sus besos son mordidas

sus sexos son lanza y copa

larvas de seres andróginos

que viven y mueren

hacen el amor en cada una de las plumas

de Cygnus en pleno vuelo

mira gestorum es la clave.

 

RUBEDO

El elixir se coagula en piedras

la sangre cobra nueva textura

en las palabras de invocación

rebis que ve dos dimensiones

hacia adentro y hacia afuera

hembra y macho en el círculo del león

el rey se ha tragado a la reina

y la vomita en el salón del trono

tiene suave la piel

suave la planta de los pies

el rey mata a sus hijos para liberar a la madre

de los deseos incestuosos

la luna crece en su vientre

busca ser cáliz

recibir al sol en su interior

celebrar bodas y tomar a Mercurio como amante

no hay distinción

no hay luz ni oscuridad

supra e infra

Jove tiene a sus pies su cabeza

decapitada por su propio cuchillo

habla con palabras de sabio

dice la verdad jamás oída

la que no existe, la que no se dice

el humo del atanor se eleva

llega al tercer cielo

al cielo del Sol

crea en lo increado

llama a los muertos

los lleva al interior del alma

levanta al Phoenix de entre sus ascuas

fuego extinto que ahora es húmedo

es calor, frio y seco

fuego con figura de hombre

nombre de hombre

sombra litoral de las últimas creaciones

resonare libris

clave y llave en el rescoldo de los metales

oro y fango son espejo

¿quién es quién en el eterno

palpitar de las esencias?

NON EST ALIUS.

 

 

 

 

EMANACIÓN

 

 

EMANACIÓN

 

 

NEKROMANTIK

 

Nada… Silencio… Oscuridad… En el seno mismo de la muerte las almas de todas las cosas se acurrucan confundidas, perdidas unas en las otras, las otras que no son otras porque no hay otras, sólo hay el caos, la unión eterna en la no-existencia, el Vacío que es el Todo. La muerte no es fin, ni principio, antecede cualquier determinación del ser, pues “ser” sólo puede generarse desde su “no-ser”, desde su ausencia, en un devenir sagrado. Ahí en la muerte lo invisible es la esencia, lo inaudible es el mensaje; el Dios Oculto de la Muerte es un andrógino terrorífico que se autofecunda para ser él mismo en la soledad más magnifica y sublime. En el  vacío de la soledad todo se completa, es perfección que supraexiste ajena al tiempo y al espacio, ajena a las limitaciones de las particularidades que se definen a partir de diferencias que no son reales. La verdadera realidad se encuentra en la oquedad más profunda de las orbitas oculares de un cráneo, en el éter primordial que llena ese hueco y conjuga en las sombras internas el infinito Todo en todo (όλα σε όλους).

Dios-Muerte-Padre-Madre

primigenia esencia

flotando en sí misma

asistiendo a su propio parto

a sus propios funerales

sin compañía

sin necesidad

es la Unidad más allá de la unidad

es algo más que sí mismo

pues él mismo es superado por él mismo

sin nombre

invisible e inasible

no pensado ni escuchado

muerte como sangre que recorre todos los caminos

todos los senderos que no se han recorrido

sangre que llena el vacío

al vaciar los límites

madre-padre con-fundidos

Muerte y Espíritu

Uno y Silencio

Pater y Pneuma

besando al otro en sus propios labios

matando al otro en su propia muerte.

Ser que sobrepasa, a partir de No-ser, los niveles de la trascendencia, la muerte primigenia es indescriptible e incognoscible: lo que se pueda decir de tal entidad suprema es irrelevante, porque ese decir algo es establecer determinaciones que nulifican lo absoluto y que carecen de sentido. Desconocida presencia que permea y  penetra en todo lo existente, causa terror por lo sobrecogedora que es la intuición de la eternidad. Su soplo, sólo su soplo, lleva al ente a la desintegración de su condición unitaria individual, a la pérdida de su yoidad en la fragancia exótica de la nulificación de lo que llamamos conciencia o pensamiento y cuerpo o sensibilidad. Ese toque de lo absoluto en lo particular contingente es un choque contradictorio que extermina toda noción de soberbia existenciaria y lleva al reconocimiento de lo metafísico, de lo transmundano, de lo sagrado. Contra las visiones más inmanentes y materialistas se alza esa noción inherente de todo lo viviente, de todo lo existente, de que hay algo más allá de esta condición contingente en la que está inmersa la pluralidad, intuición de la muerte comunica con lo sagrado, con lo infinito y lo eterno. Hay otra cosa, y esa otra cosa se anuncia con la  muerte, que es ella misma. Su mensaje es incierto, intraducible, lleno de sentidos múltiples, porque es el Sentido Único, la palabra absoluta, los infinitos nombres de la Diosa. Heráclito “el Oscuro” decía:

ὁ ἄναξ, οὗ τὸ μαντεῖόν ἐστι τὸ ἐν Δελφοῖς, οὔτε λέγει οὔτε κρύπτει ἀλλὰ σημαίνει. “El Señor, cuyo oráculo está en Delfos, no dice ni oculta, sino indica por medio de signos.”

La lengua de la Muerte, la lengua sagrada de Dios, se habla con signos no codificados, con palabras no dichas, con sonidos silenciosos. La Muerte y sus signos nos acercan al terror primigenio de lo desconocido, de lo desintegrado en la Nada, de la cancelación absoluta de la condición de individualidad, nos acercan al despojo de los ropajes del yo, a la desnudez ontológica que saca a la luz el blanco esqueleto que carece de toda peculiaridad e iguala a los seres en un sinsentido evidente en la desintegración del espíritu y la materia en la tierra negra de los alquimistas: Nigredo que corrompe, putrefacción que transforma y libera la oscuridad originaria, el oro brillante que enceguece es negro, es desaparición; el Ser es efímero, la Nada es la boca y la cola del Ouroboros.

Morir es ser feto

apaciguar los deseos y el dolor

desnudarse frente al espejo de mármol

derramar el semen en las tumbas

sabiendo que la generación no requiere de mis ojos

morir es hablarle a la tierra

llamarla en las raíces de los árboles

suplicarle golpes de navaja

que lentamente despojen piel y espíritu

en un acto de ritual desconocido

morir es aprender a oír

con sentidos forasteros

los susurros de la pareja pneumática

los sonidos de unión y éxtasis

que dicen mensajes de extinción

morir es IAO

Iota, Alfa y Omega.

    Hablar de lo sagrado trascendente en la muerte es reconocer el espacio de dualidad que se abre al intuir lo Absoluto. Hablar de ello es reconocer que lo hacemos desde nuestros propios límites, que todos nuestros actos tienen como fundamento codificar lo descodificado, asir lo inasible. Vana esperanza de los entes individuales que solo logran colegir la más minúscula partícula de lo que revela la muerte y con eso construyen mundos y sentidos. Se requiere romper los velos de la condición humana para dejar que las palabras de muerte nos disuelvan y nos lleven a la transubstancia: éxtasis y entusiasmo, revelación mística que da visiones de oscuridad, revelaciones donde la luz es negra y abarca espectros más allá de las dimensiones metafísicas. Los mensajes de la muerte son sólo para unos cuantos, sólo para quienes están dispuestos a dejar de ser, a dejar de ver, a volver a ver con ojos de ciego.

El Absoluto se llama θάνατός. IAO es otro de sus nombres. Es Abismo y su misma profundidad es Silencio. Pareja eterna, Alfa y Omega, Armonía y Discordia, Unidad. De su propia condición emana la fuerza, la pugna que dinamiza la vacuidad y la diversifica.  Lo apeiron de Anaximandro de Mileto, que emana el germen, la semilla de todas las cosas al manifestarse lo infinito como frío y calor. La semilla es el Padre del mundo, en la semilla están contenidas todas las cosas como infinita posibilidad, como eterna potencia que incluye la vastedad de los entes, la Nada se hace potencia: Ο πατέρας στον κόσμο (padre del mundo) en el germen seminal emanado del Absoluto. La muerte despliega su aliento y aniquila al propio vacío.

Emanación de los contrarios, la semilla germinal tiene como esencia la fuerza primigenia que genera todas las cosas: Eros, condición originaria que altera la quietud  seminal y mueve a la confrontación agónica que produce la diversidad de entes, la pluralidad de la existencia. Ya Hesíodo en su Teogonía consideraba al amor como el principio de los entes pues su fuerza impulsa a la generación y a la procreación.

Sólo por el amor la semilla germina y surge el mundo, los entes se diversifican como las ramas de un árbol y cada uno tiende a proyectarse a sí mismo en un proceso continuo de perpetuación. Fuerza que va generando pero, al mismo tiempo, va nutriendo al cosmos de la maldad suprema, su gradual y permanente separación del principio Absoluto del cual ha emanado. Generación desaforada que impone a los entes la necesidad, la contingencia y les otorga la ilusión de ser individuales y poder perpetuarse a través del tiempo. Así como las ramas del árbol se distinguen unas de otras y cada una se recrea a sí misma en una reproducción fractalica,  así los entes generados de la semilla eterna emanada del Absoluto se individualizan y se crean la misma ilusión: se creen entes distintos unos de otros, irrepetibles y capaces de vencer la condición esencial que les acarrea su origen: la finitud mortal. Se crea la ilusión de la vida y del mundo.

Me han llamado por mi nombre

ahora sé que existo

la tierra ya no sangra

las heridas de la muerte

son curadas con la medicina de los dioses

los elementos danzan

recreando la copula de los insectos

vuelo y caída

soy apostata de mi Padre

soy yo y muevo mi mano al crimen

a la frenética exaltación de lo diverso

Todo es yo

el mundo es yo

y yo quiero seguir siendo yo.

Separación de lo Absoluto, particularización de las esencias. El amor en los entes transita hacia la dispersión, a la afirmación de la ilusión de ser una rama distinta a las otras ramas del árbol. El amor hace olvidar al tronco lejano, y a la tierra, y al agua; a la semilla que ya no está presente pero sigue estando ahí en el ser mismo como fuerza de crecimiento y desdoblamiento. El amor crea nuevas formas, reviste con ropajes fastuosos a los descarnados entes, los hace esclavos del mundo y de Ananké, que junto con Cronos rodean el huevo del mundo. El amor configura al yo al hacerlo participe del principio generador, pero lo configura de una manera extraña: parece que es una unidad, pero eso es ilusorio. El amor del ente crea múltiples yoes que pierden su propia particularidad al intentar unirse en uno sólo. Cópula falaz al interior del ente, la unión de los yoes es ilusoria pues Eros muestra permanentemente que el ente amoroso es presa de pasiones diversas que lo llevan a la ruptura permanente de la ilusión de la unidad del yo.

Así Eros crea pero a la vez destruye, crear es destruir porque no se puede negar el principio generador. Cuando el ente es yo tiene que serlo de cierta manera, que mata otras formas de ser, otros yoes que se cancelan en el instante de la determinación. Pero también el yo quiere ser yo frente a los otros, frente a los diversos, y por eso los asimila en su condición de eros egoísta: los hace suyos para seguir siendo él mismo. Amar es una lucha a muerte por seguir manteniendo la primacía de lo particular, amar es tragar, así como Cronos tragaba a sus hijos por  el impulso primigenio de mantenerse a sí mismo como entidad particularizada.

    Amor es el mundo, es el orden, es el impulso del ser: sólo se es en la anomalía de la pasión que da forma unificada a la materia y posterga el tiempo y el espacio, los crea en la unidimensialidad de la materia sujeta a la contingencia y deseosa de superar su estado transitorio. Según la doctrina sankhya, māyā se identifica con prakriti (‘materia’) y con pradhana (pre-sustancia desconocida, fuente de la materia). Maya es ilusión, es la realidad entendida como la pasión y el deseo de la materia de ser unidad, de ser uno en lo múltiple, de ser fusión en lo discorde. Pero, asimismo, la materia que se ha creado, y creído, esa ilusión es futuro, es asimilar que lo que es será, de alguna o de otra forma; es negación de que lo que es no será, de que no hay futuro,  de que no hay tiempo. El amor le da al ente-yo-materia la más baja de las ilusiones: la idea de que puede permanecer en el tiempo invisible e inasible. Amor es esperanza, la esperanza es el mundo, la esperanza es el mal.

Quien espera presupone un deber ser de lo esperado, una estructura que se debe mantener aunque no se dé ahora mismo; quien espera, espera su mera ilusión. El amor hace que los entes esperen de sí mismos su propio yo, su permanencia como seres: amor propio, amor de sí. Pero, además, espera que el mundo sea y permanezca como su espera lo determina; los otros entes son esperados como unidad permanente en el devenir temporal. El amor, al crear el yo lo fija y lo estatiza, sus cambios, su muerte permanente son negados y se asimila la eternidad a la existencia eterna del yo. Soberbia egoísta y estúpida.

Pero así es el mundo, tiene la impronta de lo fijo, de la inmovilidad parmenidea del ser, de la trascendencia fútil del yo y de particular. El terror ahora no es por la visión de lo Absoluto sagrado, sino por la pérdida de la individualidad. Se desea ser inmortal, trascender la muerte, aún más: nulificar la muerte. El amor de si aleja al ente de su origen fundamental y lo vuelve ajeno a la semilla: es la rama más lejana del árbol que cree que por sí misma generará nuevas ramas; se olvida que depende de otra rama y esta del tronco y de su fuente nutricia: el inframundo que todo lo consume.

La muerte es mi ilusión

que no muera yo

que la tumba guarde al desconocido

que los dioses permanezcan con mi forma

que la tierra me dé vida

me dé realidad.

El mundo se concibe como la negación de la destrucción. Se afirman valores de vida, de creación. Por eso la mayor locura, el mayor desorden, la más negada forma de ser es aquella que se contrapone a los principios de trascendencia del ser, de permanencia de la forma por encima de la destrucción de la misma. La locura rompe con los parámetros de aquello que se asimila como la esencia del mundo. El loco está en la zona limítrofe porque le hace ver al mundo que las estructuras ontológicas no son sólidas, que la espera es una desesperanza. El loco no espera, porque no sabe del tiempo ni del espacio; el loco es el habitante de los limbos, de la tierra de los no-yoes.

La locura se manifiesta como una alteración de lo ordinario es porque en ella hay un reconocimiento implícito de que el mundo ilusorio se fragmenta y se disuelve en su misma falsedad. Solo lo sostienen hilos muy delgados que el loco es capaz de ver en sus visiones y que, también, está dispuesto a romper. El loco destroza al mundo para darle su verdadero sentido en el sinsentido de la existencia. El loco sabe que el mensaje de Dios está detrás de los falsos ropajes del yo individualizante, por eso busca permanentemente y  por diversos medios despojarse de ellos. El  loco es el gran maldecido, el gran desgarrado que ve de frente a la muerte y se reconoce como un todo en el vacío de la existencia absoluta. El loco es el mensajero, el profeta, del silencio y del abismo.

Pero aún entre los maniacos la presencia del principio originario marca distinciones que separan y estigmatizan ciertas condiciones: aún parece inconcebible que un yo se despersonalice a tal grado que pueda cometer un crimen mortal. El loco asesino es la anomalía más compleja y la más rechazada por el mundo. Es el que mata, el que otorga la muerte comete el acto de pecado máximo, pues atenta contra los fundamentos mismos de la condición mundana: la persistencia del ser individual. Al matar, el mundo asume que se violentan todas las normas y principios básicos de orden y de valoración. El asesinato es el acto aberrante que debe ser castigado no solo con la marginación, como es el caso de los otros tipos de locura, sino con la cancelación de la misma individualidad del asesino. Castigo superlativo y degradante.

Lo que se olvida es que el loco asesino busca esa cancelación de la individualidad que el mundo le impone como castigo. Al matar a otro, el asesino muere en sí mismo, se diluye su condición de ente individual y sufre un proceso de regreso al origen Absoluto. Matar es liberar: liberar al otro al reintegrarlo a la pureza originaria y liberarse a sí mismo en cada acto gradual que pierde al homicida en la nulificación de su yo: sólo vive para morir, la muerte lo devora en cada acto criminal. El criminal es la bendición del Dios Oculto, el enviado de la muerte que emprende el camino de regreso a principio desintegrador y confundido.

Locos asesinos solo hay pocos, son privilegiados.

 Yo nací de una visión

mi mundo está al interior de los párpados

de allá viene el hueco que hay en mi pecho

perturbada tierra que se mezcla con sangre

las formas se fusionan

dejando paso a la seguridad del orden sin tiempo

sin espacio

sombra que como musgo todo lo contiene

susurro que me reclama en dos direcciones diferentes

disyuntiva que hace maleable la estructura

provoca un dolor que desgarra

martiriza el punto exacto

desprende la materia para dejar fluir la esencia viscosa

mineral, terrestre

ansiosa de recuperar su infinitud

los huesos asoman y traspasan

toman para sí la voluntad

reptiles transfigurados

que acechan desde el origen vaginal

desde el inframundo

donde coexisten los inmortales y los descarnados

mi yo-otro desprende los residuos

mano que acaricia

desvelando la figura

atendiendo al llamado

iniciando el sacrificio

mano que es cuchillo

que hiende y rasga

que siente la sangre que fluye

ligera, transparente

llena de vacío

mano que separa la carne

que rompe las fibras

libera al dolor, lo aleja

lo consume entre las líneas que dibuja

entrañas inconsistentes

que mantienen la vida con lo impensado

con aquello siempre oculto

mano que busca

que es tragada por el ser buscado

consumida con calor y movimiento

en la agonía de la desesperación

no hay diferencia

no hay interior ni exterior

sólo es un ser que se autocrea

se define en sus ilusiones

se moldea con fantasmas

con figuras que no le pertenecen

tomadas de sitios recorridos por bestias

por entes que depredan almas

miles de navajas lo destrozan sin que sienta

lo separan y fragmentan

lo disuelven en la mano.

Yo nací en una visión

en una visión encontré lo inesperado

victima que me revela que la víctima soy yo

que al dar la muerte muero yo

que al destruir me destruyo yo

que al aniquilar me creo yo

maldición eterna que pesa en la existencia

mi mundo me llama

hacia allá voy

espero encontrar compañía.

 

 



lunes, 10 de mayo de 2021

EL DIOS OCULTO

 

TO KRIPTH QEOS  

(EL DIOS OCULTO)

Ensayo sobre los símbolos del erotismo en la mitología griega

 

Nekromantik

 

¿Por qué no puedo andar a gatas

como lo hacen los locos?

¿Por qué no puedo aullarlo todo 

como lo hacen los lobos?

Saúl Hernández

 

En el Museo Arqueológico de Atenas se encuentra una escultura helenística del s. I a.C., procedente de la isla de Delos, que representa un grupo de tres personajes de la mitología griega: Eros, representado por un niño alado que revolotea en lo alto; Afrodita, la diosa de la belleza, la sexualidad y la reproducción, que blande en su mano derecha una sandalia en actitud de fingido rechazo hacia la tercera figura, Pan, el dios de la fertilidad y la sexualidad masculina desenfrenada, que coge la mano izquierda de Afrodita para atraerla hacia sí en franca seducción lasciva.

    La trilogía de personajes es por demás interesante y su compleja relación nos lleva a adentrarnos en un universo de rico contenido simbólico que cala en lo más profundo de las emociones humanas: los tres hacen referencia, de distinta forma y en niveles distintos, a las pasiones amorosas y a las pulsiones sexuales. Los tres personajes figuran como arquetipos universales de los impulsos más primigenios que mueven al ser humano a establecer relaciones con el mundo, con sus semejantes y consigo mismo; relaciones que son movidas desde lo oculto por fuerzas internas que a veces se cree desconocer, o que se cree han sido controladas, pero que desbordan y emergen con una fuerza violenta que regresa, al poseído por ellas, al estado más primario y salvaje del ser humano:   un estado extático que rompe con las estructuras establecidas por los convencionalismos culturales, desnudando la verdadera esencia humana, naturaleza animal que late al interior como un ave de presa encerrada en una jaula de papel.

Eros, tal como se representa en la figura volátil, no es una mera personificación de un ente particular con rasgos definidos, es, más bien, la representación de algo que sobrepasa lo individual; es el símbolo de algo que acontece a todos los seres humanos por igual, ese algo que los lleva a la realización de los actos más sublimes, pero también a los más aberrantes. Eros es el amor que se manifiesta, inclusive desde la misma raíz griega, como deseo, como gana de; los seres humanos, antes que cualquier otra cosa, son seres que mantienen una relación permanente con el entorno en el que se desenvuelven; como seres vivos poseen capacidades sensibles, es decir, sienten el mundo, sienten las cosas y, lo que es más importante, son afectados por esas sensaciones, las padecen. El padecimiento provoca que se sufran alteraciones internas, trastornos psíquico-fisiológicos que ponen en movimiento órganos y habilidades particulares, que interrelacionándose, promueven una acción específica en función del estímulo externo que se padece.

Tales son las emociones humanas, respuestas inmediatas a los padecimientos sensibles del mundo, pulsiones animales que evidencian la condición corpórea y sensible de ese animal especializado que es el hombre.

Sin embargo, el ser humano es un animal cuyas emociones no son estáticas, permanentes, sino que son variables y dinámicas, pues son capaces de manifestarse ante el mismo influjo externo de maneras distintas e inconmensurables; las emociones generan estados de ánimo que pueden ser de corta durabilidad o prolongarse un tiempo mayor, alterando considerablemente la condición fisiológica y las capacidades propias del individuo: frente a una tormenta, por ejemplo, una persona puede sentir un temor visceral y, de manera simultánea, otra puede sentir una alegría inmensa. Esa manera de sentir los sentimientos, nos indican que el hombre no solo siente el mundo, sino que se siente de cierta manera en él. Ese sentirse en el mundo es un posicionarse en él, y a partir de ello intentar establecer relaciones que se correspondan con el sentimiento en cuestión; he ahí el deseo primigenio del ser humano: relacionarse con los objetos y eventos del mundo de una manera tal que la individualidad de los sentimientos sea satisfecha en sus propias condiciones.

En el ámbito griego la palabra que connotaba a este deseo primigenio era qumos (thymos) que hacía referencia al ánimo, a la fuerza vital, al deseo, al impulso, al gusto por algo. Porque, en efecto, sentir deseo es tener un impulso particular, que emerge como una fuerza poderosa desde el interior y lleva al ser humano a la realización de sus actos más comprometidos.  Pero el deseo siempre es deseo de algo, por eso Platón, cuando asume entre las facultades del alma tripartita al thymos, considera que tal impulso hacia algo contiene un elemento valorativo que llevaría al ser humano a la realización de los actos más nobles que, sin embargo, se pudieran convertir en los más viles debido a la carga fuertemente individualista que posee la valoración del objeto del deseo. Así, el hombre tiene un deseo natural por el bien de sí mismo, como un impulso de conservación, pero en la satisfacción del mismo puede cometer actos violentos o vejatorios hacia otros o hacia las propias condiciones del mundo.

Además de este deseo de algo para sí mismo, en el hombre existe un deseo aún más primordial: un deseo de sí mismo.  El deseo por algo es retrotraído y el objeto del mismo deseo es ahora el ente que es sensible, emocional y sentimental. El deseo de sí mismo tiene por objeto la conservación vital, sin más, del individuo al nivel más elemental: el corporal. Todos los impulsos vitales se deben a este deseo básico: el deseo de sí mismo, ya que sólo manteniendo la vida corporal es como se satisface ese primigenio deseo, y el individuo puede establecer cualquier relación con los otros y con el mundo. A este impulso a la satisfacción de los deseos corporales para mantener la vida Platón le dio un sentido negativo, y heredó al mundo occidental el concepto de "facultad concupiscible" (apetitos y deseos corporales en general) como algo que debía mediarse mediante la Phronesis con el fin de evitar la corrupción y envilecimiento del ser del hombre. Epiqumia  (epithymía) es la voz que usa Platón, pero que era utilizada, más allá del ámbito filosófico de la teoría del alma platónica, en la lengua griega desde tiempos remotos. Epithymía hacía referencia al deseo, al apetito, a la pasión; epithymeo era desear, estar deseoso de algo o alguien. Si ese deseo de algo o alguien está relacionado con el mismo que desea, al nivel de la más básica conservación de la vida, no es de extrañar que se relacione de manera mucho más compleja y profunda con el impulso sexual, ya que éste es el culmen del deseo de vida, en tanto postergación de la misma y de sí mismo en el acto reproductivo.

Así, epithymía, como deseo o impulso sexual, se concibe como la más primigenia de las pulsiones humanas, aquella que lleva al hombre a las acciones más sublimes o las más viles para lograr la satisfacción del deseo, pues, inclusive, en ese afán de postergación de la vida puede entregar su vida misma. Ese afán de vida, de procreación, se manifiesta básicamente en un nivel corporal que, necesariamente, es individual y particular; y, sin embargo, es algo que se da de manera común en los seres humanos. Y como el ser humano es un ser vivo que posee cualidades semejantes a los otros seres vivos, ese impulso vital tiene que darse necesariamente en el mundo, incluso en el orden del cosmos.

Por eso se suele equiparar a epithymía con Eros. Aristóteles (Metafísica, I, 4, 24-25)  señala que desde la cosmogonía de Hesíodo se solía considerar al "Amor (erwta)  y al Deseo (epiqumian) como principio de los entes".  De esta forma, en Hesíodo, y en el mundo griego en general, Eros se convierte en un principio cósmico que impulsa la generación y la procreación. Pero como principio que se relaciona, e incluso se homologa, con el impulso sexual y los deseos corporales, esta fuerza generadora del cosmos tiene una faceta también desequilibrante y confusa. El mismo Hesíodo (Teogonía, 120)  describe a Eros de esta manera: "Eros, el más hermoso entre los dioses inmortales, que afloja los miembros y cautiva de todos los dioses y todos los hombres el corazón y la sensata voluntad en sus pechos". Cautivar el corazón quiere decir hacer que se pierda la razón y la voluntad; es decir, que esta fuerza primigenia, -equiparada a Gea (La Madre Tierra) y al Tártaro (Abismo, Inframundo)- sin la cual no hubiese podido emerger ningún dios, es benéfica porque es principio de generación, no obstante, puede ocasionar grandes prejuicios por sus propias características, que hacen que escape a un orden riguroso establecido. A decir de Robert Graves (Los mitos griegos I, p. 58), Eros era considerado en la Grecia primitiva como una Ker, un tipo de entidad de la muerte, abstracción despersonificada que representaba cualidades en el mundo, como el Destino (las Moiras), el Sueño (Hipnos), la Discordia (Eris), la Vejez (Geras), la Venganza (Némesis). Sólo hasta que se intentó dar una explicación un tanto más en el ámbito de lo filosófico, se le dio a este Eros el carácter de fuerza generadora que impulsa los actos de creación, desde la creación cósmica hasta la creación de vida, implícita en el impulso sexual de la procreación humana. Sin embargo, siguió conservando esas cualidades destructivas que lleva contenidas al tener una relación directa con el impulso sexual primario (epithymía); prueba de ello es el desarrollo del concepto y de la iconografía de Eros en el mundo griego: desde ser uno de los principales dioses (Hesíodo), pasando por ser considerado como un daimón (Platón), hasta la figura y concepto del Eros alado, el niño travieso que pierde los corazones de los hombres con sus flechas tiradas al azar. Pero en todas estas concepciones lo que subyace es ese impulso primitivo que emerge de lo más profundo del ser humano y que lo mueve, con un deseo irrefrenable y poderoso, a la postergación de sí en el acto reproductivo a través del sexo. Eros es impulso sexual, copula creadora, unión de los cielos y la tierra, del hombre y la mujer; Eros es pasión, un padecer que se manifiesta como un impulso capaz de rebasar la voluntad y la razón con el afán de conseguir la satisfacción plena de sí mismo: plenitud cósmica, humana o personal.

Afrodita, diosa del deseo, la lujuria y la belleza, nacida, de acuerdo a lo narrado en la Teogonía de Hesíodo, de la blanca espuma surgida de los genitales castrados de Urano , tiene como atributos: "las intimidades con doncellas, las sonrisas, los engaños, el dulce placer, el amor y la dulzura" (Teogonía, 205, ss.). Como diosa urania, Afrodita simboliza la atracción sexual en los seres humanos, de ahí que sus atributos sean los mencionados en la cita. El impulso sexual de reproducción se presenta como una fuerza abrasadora que necesita ser consumada a toda costa; sin embargo, en el ser humano la realización del impulso no se reduce a un acto meramente fisiológico que tiene su objeto en cualquier cuerpo. Existe un elemento propio de lo humano que hace que el objeto del deseo deba poseer ciertas cualidades que lo hagan factible de ser considerado como tal: la atracción sexual se basa en atributos más allá de lo meramente fisiológico, como la belleza, el placer, el gusto, la labor de la seducción. Afrodita representa a la sexualidad con un objeto de deseo definido por patrones culturales, propiamente humanos; se debe satisfacer el impulso primario, sí, pero se debe satisfacer de cierta manera y bajo ciertas condiciones. Por eso la misma diosa es paradigma de la belleza y el placer eróticos, propio de los impulsos sexuales. En pocas palabras: es el deseo sexual orientado.

Pero esta visión de lo sexual en Afrodita es incompleta, ya que los impulsos suelen traicionar las condiciones bajo las cuales se pretende darles satisfacción: el deseo se encamina en ocasiones hacia objetivos aberrantes. En la misma mitología, Afrodita no sólo hace presa a hombres y a dioses de las pasiones que los pueden perder, sino que ella misma se pierde en la pasión: siendo consorte de Hefesto es poseída por una enorme pasión por Ares, el dios de la guerra, con el cual engendró a Fobos (Fobos,Temor),  Deimos (Deimos, Terror) y Harmonía (Armonia); también se apasiona por Hermes, con el cual engendra a Hermafrodito, un ser de doble sexo; con Dionisos engendra a Príapo, un ser feo y con un falo enorme en permanente erección, que simboliza la fertilidad de la tierra. Y qué decir de su pasión por el bello Adonis, que la llevó a enfrentarse con Perséfone,  consorte de Hades y reina del Inframundo. Todas estas narraciones en lo mitos de Afrodita nos hacen ver que la pasión sexual es desbordante y que el objeto del deseo no es único, sino variable y hasta múltiple; es decir, la pasión puede llevar al deseo simultaneo de múltiples seres, con cualidades y atributos diferentes y hasta contrarias. Esto es así porque la pulsión sexual como deseo es trascenderse a sí mismo como objeto de deseo: el impulso vital primario, que implica un deseo de perseverancia, es sentido como la potenciación de las facultades individuales en una sensación de placer, pero esa potenciación sólo tiene su referente cuando se da en función de una relación que ponga en espejo aquello que provoca ese placer máximo. Sólo se puede ser pleno cuando el placer de ser en sí mismo es proyectado en otro, con la consecuente dosis de placer extra que implica, a su vez, el placer del otro. De ahí que la relación erótico-sexual se entienda como una lucha que pretende lograr la máxima obtención de placer a través del placer del otro: Afrodita sucumbe ante la pasión por Ares, pero en la consecución del placer pasional es ella misma, desplegando sus atributos que le permiten burlar a Hefesto y lograr la atención del dios guerrero, en su máxima expresión: seducción, engaño, placer.

Esta ambivalencia un tanto caótica en la concepción de Afrodita lleva a la mentalidad griega a adaptar la figura de la diosa a formas más cercanas a los fenómenos reales del mundo, convirtiéndola en  una diosa olímpica, diferente a la Afrodita uránida. Homero (Iliada, L. V, 365-390) la presenta como una diosa belicosa y lloriqueante, cuando es herida, a los pies de su madre, la diosa Dione, y suplicando a su padre Zeus, haciendo que su génesis sea a partir de la participación de lo masculino y lo  femenino, mientras que la Afrodita uránida es generada sin la participación de lo femenino. Esta nueva genealogía le da un realce importante a la actividad sexual como motor intrínseco del placer y del impulso creador, pero no elimina los atributos de seducción, belleza y engaño propios de la diosa; el mismo Homero (Himnos Homéricos, V) precisa que sólo  Atenea, Ártemis y Hestía, pueden librarse de los engaños de la seducción, mientras que "ningún otro ser se libra de ella, ni entre los bienaventurados dioses, ni entre los mortales hombres. Y hasta perturba la mente de Zeus que se complace en el rayo, a pesar de ser el más grande y el que ha obtenido mayores honras: cuando ella quiere, engaña su precavida inteligencia y logra fácilmente que se junte con hembras mortales y se olvide de Hera, su hermana y mujer..."  Esta nueva Afrodita es la personificación de la pasión arrebatadora que pierde el sentido, y que se complace en la más desenfrenada búsqueda del placer sexual, dejando, inclusive, de lado el impulso de procreación: Afrodita es placer puro.

La evolución polivalente de la experiencia erótica a través de la figura de Afrodita tiene su culminación en la obra platónica, sobre todo en el desarrollo de la concepción del amor en El Banquete. En el discurso de Pausanias (180a-182a) se describe la existencia de dos tipos de diosas que representan dos tipos de amor o deseo: la Afrodita Urania (Afrodith Ourania, Afrodita Celeste) y Afrodita Pandemo (Afrodith Pandemos, Afrodita de todo el pueblo, común, que en tiempos de Platón había degenerado en Pagkoinos (común a todos, vulgar). La primera es la nacida de los genitales castrados de Urano, y la segunda la hija de Zeus y Dione, y los atributos que se les conceden a cada una son distintos en cuanto a formas del deseo. La Afrodita Urania es el amor celeste, es el deseo templado y mesurado que, al no proceder de la unión con hembra, se inclina hacia lo varonil, hacia lo más fuerte y de mayor entendimiento; como puede notarse, la idea del deseo uranio hace referencia a lo que indicábamos anteriormente: el deseo sexual debe ser orientado, mediado por el entendimiento para lograr moderar la pasión y elevar el alma, (no el cuerpo), a niveles de placer intelectual. Claro está, que dicha visión platónica del deseo sexual está impregnada de las valoraciones filosóficas y sociales del siglo V a.C., que ponderan, por sobre todo, la actividad intelectual como forma de desarrollo del ideal de hombre y la formación del ciudadano en estos ideales. Además, se consideraba que la actividad intelectual era más propicia en los varones, por eso las inclinaciones del deseo deberían orientarse hacia una relación homo-erótica que diese como resultado la potenciación de ambos: el erastés (erastes, amante) y el erómenos (eromenos, amado). Justificación de la pederastia como práctica social en algunas ciudades griegas.

Por otra parte, la Afrodita Pandemo es el amor común, vulgar, por el cual los seres humanos aman de igual manera "a mujeres y a mancebos; [....] aman en ellos más sus cuerpos que sus almas y, por último, prefieren los individuos tanto más necios mejor, pues tan sólo atienden a la satisfacción de su deseo, sin preocuparse de que el modo de hacerlo sea bello o no" (Banquete, 181b). Por supuesto, aunque Platón le dé un sentido negativo,  éste es el deseo propio del ser humano, el que está despojado de los imperativos morales y estéticos que le impone determinada estructura cultural. El amor celeste debe ser bueno y bello, de ahí sus consideraciones elitistas, que hacen que el deseo aspire a un objeto sólo alcanzable por algunos (en este caso los varones mejor preparados). El amor común es el deseo en sí mismo, que no aspira a ideales impuestos, sino que se vive en la carne y el alma, y que urge ser satisfecho a toda costa; por eso puede ser considerado como necio, ya que su objeto escapa a consideraciones abstractas y se traduce en un objeto vivo, material, inmediato, que está al alcance y por el cual se debe luchar de manera apasionada, sin importar los medios ni las consecuencias. Pasión que no es buena, ni bella en sí misma, es pasión, deseo, el amor como impulso originario que lleva al placer sexual.

Ese ámbito pasional es el mundo de Pan. El dios macho cabrío al que los otros dioses olímpicos no veían con buenos ojos. Dios de los bosques, de la fertilidad, de los pastores y rebaños, era especialmente reconocido como la representación de la potencia sexual masculina desenfrenada. Según la mitología tiene varias genealogías, siendo una de las más importantes aquella que lo vincula como hermano adoptivo de Zeus, lo que le confiere un estatus de antigüedad significativo; sin embargo la genealogía más difundida es la que se presenta en los Himnos Homéricos (XIX, A Pan), que lo hacen hijo de Hermes y de una ninfa, hija de Dríope: "ella le dio a Hermes, en su casa, un hijo amado que desde luego se presentó monstruoso a su vista: caprípedo, bicorne, bullicioso, de dulce sonrisa; y la ninfa se levantó y echó a correr  abandonando al niño la que debía amamantarlo-, pues le entró miedo al ver aquella faz desagradable y barbuda."  La figura de este dios, mitad humano mitad animal, espanta a la vista porque recuerda esa parte salvaje y no domeñada que se encuentra en lo más profundo de todos los seres humanos; es la parte impulsiva e instintiva que late permanentemente, y salta incontenible en los momentos que más impacto tienen en la vivencia humana: los momentos en que se deja libre cauce a los apetitos e impulsos del placer sexual.

Al ser hijo de Hermes, Pan hereda la potencia y el vigor fálico,  que lo hacen ser un símbolo netamente sexual, pues es el falo erecto lo que se muestra como más visible cuando los ardores del deseo sexual atacan al varón, y el pequeño clítoris femenino en estado itifálico es la evidencia de la excitación y pasión erótica. Además, como el mismo Hermes, Pan es un embaucador consumado; es decir, que ese impulso sexual primario seduce y engaña de una manera magistral para arrastrar al hombre al delirio de sus propias pasiones. Sin embargo, Pan tiene otras cualidades, las cuales inclusive los dioses olímpicos reconocen y hacen uso de ellas: poseía el arte de la profecía (que Apolo sacó de él) y virtudes musicales (Hermes mismo robo una flauta hecha por Pan y la presentó como suya). A este respecto es importante recordar que las facultades proféticas sólo se  manifiestan en estados de éxtasis pleno (como en el oráculo de Delfos, consagrado a Apolo) y que en la Grecia antigua, los estados extáticos logrados en las orgias sagradas culminaban con un desenfreno sexual que rompía todas las barreras culturales y sociales, hermanando a los participantes en una comunión con el Todo y la Naturaleza a través del ritual de fertilidad y fecundación.

Además, la música lleva al ser humano a niveles de conciencia donde se priva la voluntad y la razón para dar paso a un estado más puro de la existencia, donde las pasiones son liberadas y los deseos consumados sin restricciones en ritmos acelerados acompañados de gritos salvajes: el grito de Pan que aterroriza a los incautos que se acercan a él con trabas, de ahí la palabra pánico. El impulso sexual en plena libertad  atemoriza: terror de perderse en el éxtasis y volver a la forma animal de la que se procede; no se quiere amar como bestia porque se es despreciado, igual que Pan es despreciado por su propia madre y por los dioses olímpicos.

Pero no todos desprecian la naturaleza animalescamente cabruna de Pan. Dionisos, el dios de la embriaguez, de la locura y el éxtasis se alegra en extremo cuando es llevado recién nacido al Olimpo por Hermes, para diversión de los dioses, de modo que decide hacerlo su compañero y, a veces, suele compartir con él sus costumbres. En los rituales orgiásticos de Dioniso, de embriaguez e intoxicación, en las montañas y bosques, las Ménades hacían del macho cabrío un punto culminante por medio de su sacrificio e ingesta: símbolo de la posesión del impulso sexual que fecunda y fertiliza la tierra, en la consumación del acto de comunión salvaje, que hace del deseo y del desenfreno sexual el elemento central del acto. El dios Pan se jactaba de que había poseído a todas las Ménades, borrachas de Dionisos, a sabiendas que debía sucumbir él mismo en el ritual orgiástico. Este es el símbolo de la unión absoluta de la naturaleza erótico-pasional femenina con la potencia y virilidad masculina. La potenciación del impulso erótico fundamental sólo se da cuando se libera al mismo impulso de las ataduras a las que lo somete la propia condición del ser humano, entendido como un ser mesurado y determinado por el nivel con que se aleja de los impulsos animales más elementales.

Eros, el impulso sexual, dominado por Afrodita debe ser liberado por Pan.  El dios oculto de los bosques, que atrae al éxtasis con su música de flauta y seduce a ninfas y mancebos, es, como Dionisos, liberador, emancipador de las pulsiones erótico-sexuales más profundas, aquellas que hemos creído dominar pero que nos asaltan con fuerza y nos trastornan en un sentimiento contradictorio, por realizar  actos capaces de llevarnos al máximo placer o contenerlos para conservar la cordura y estatus humano. Dejemos que el pene enhiesto del dios cabruno nos golpee el rostro, y nos lleve a las entrañas más profundas de nuestro deseo, con el fin de perdernos a nosotros mismos en el éxtasis sexual que nos hace ganarnos a nosotros mismos:

Excítate con la voluptuosidad de la luz,

¡Oh hombre! ¡Mi hombre!

Ven corriendo de la noche.

¡De Pan! ¡Io Pan!

¡Io Pan! ¡Io Pan! Ven sobre el mar.

(Aleister Crowley)