TO KRIPTH QEOS
(EL DIOS OCULTO)
Ensayo sobre los símbolos del
erotismo en la mitología griega
Nekromantik
¿Por qué no puedo andar a gatas
como lo hacen los locos?
¿Por qué no puedo aullarlo todo
como lo hacen los lobos?
Saúl Hernández
En el Museo Arqueológico de Atenas se
encuentra una escultura helenística del s. I a.C., procedente de la isla de
Delos, que representa un grupo de tres personajes de la mitología griega: Eros,
representado por un niño alado que revolotea en lo alto; Afrodita, la diosa de
la belleza, la sexualidad y la reproducción, que blande en su mano derecha una
sandalia en actitud de fingido rechazo hacia la tercera figura, Pan, el dios de
la fertilidad y la sexualidad masculina desenfrenada, que coge la mano izquierda
de Afrodita para atraerla hacia sí en franca seducción lasciva.
La trilogía de personajes es por demás
interesante y su compleja relación nos lleva a adentrarnos en un universo de
rico contenido simbólico que cala en lo más profundo de las emociones humanas:
los tres hacen referencia, de distinta forma y en niveles distintos, a las
pasiones amorosas y a las pulsiones sexuales. Los tres personajes figuran como
arquetipos universales de los impulsos más primigenios que mueven al ser humano
a establecer relaciones con el mundo, con sus semejantes y consigo mismo;
relaciones que son movidas desde lo oculto por fuerzas internas que a veces se
cree desconocer, o que se cree han sido controladas, pero que desbordan y
emergen con una fuerza violenta que regresa, al poseído por ellas, al estado
más primario y salvaje del ser humano:
un estado extático que rompe con las estructuras establecidas por los
convencionalismos culturales, desnudando la verdadera esencia humana, naturaleza
animal que late al interior como un ave de presa encerrada en una jaula de
papel.
Eros, tal como se
representa en la figura volátil, no es una mera personificación de un ente
particular con rasgos definidos, es, más bien, la representación de algo que
sobrepasa lo individual; es el símbolo de algo que acontece a todos los seres
humanos por igual, ese algo que los lleva a la realización de los actos más
sublimes, pero también a los más aberrantes. Eros es el amor que se manifiesta,
inclusive desde la misma raíz griega, como deseo, como gana de; los seres
humanos, antes que cualquier otra cosa, son seres que mantienen una relación
permanente con el entorno en el que se desenvuelven; como seres vivos poseen
capacidades sensibles, es decir, sienten el mundo, sienten las cosas y, lo que
es más importante, son afectados por esas sensaciones, las padecen. El
padecimiento provoca que se sufran alteraciones internas, trastornos
psíquico-fisiológicos que ponen en movimiento órganos y habilidades
particulares, que interrelacionándose, promueven una acción específica en
función del estímulo externo que se padece.
Tales son las emociones
humanas, respuestas inmediatas a los padecimientos sensibles del mundo,
pulsiones animales que evidencian la condición corpórea y sensible de ese
animal especializado que es el hombre.
Sin embargo, el ser
humano es un animal cuyas emociones no son estáticas, permanentes, sino que son
variables y dinámicas, pues son capaces de manifestarse ante el mismo influjo
externo de maneras distintas e inconmensurables; las emociones generan estados
de ánimo que pueden ser de corta durabilidad o prolongarse un tiempo mayor,
alterando considerablemente la condición fisiológica y las capacidades propias
del individuo: frente a una tormenta, por ejemplo, una persona puede sentir un
temor visceral y, de manera simultánea, otra puede sentir una alegría inmensa.
Esa manera de sentir los sentimientos, nos indican que el hombre no solo siente
el mundo, sino que se siente de cierta manera en él. Ese sentirse en el mundo
es un posicionarse en él, y a partir de ello intentar establecer relaciones que
se correspondan con el sentimiento en cuestión; he ahí el deseo primigenio del
ser humano: relacionarse con los objetos y eventos del mundo de una manera tal
que la individualidad de los sentimientos sea satisfecha en sus propias
condiciones.
En el ámbito griego la
palabra que connotaba a este deseo primigenio era qumos (thymos)
que hacía referencia al ánimo, a la fuerza vital, al deseo, al impulso, al
gusto por algo. Porque, en efecto, sentir deseo es tener un impulso particular,
que emerge como una fuerza poderosa desde el interior y lleva al ser humano a
la realización de sus actos más comprometidos.
Pero el deseo siempre es deseo de algo, por eso Platón, cuando asume
entre las facultades del alma tripartita al thymos,
considera que tal impulso hacia algo contiene un elemento valorativo que
llevaría al ser humano a la realización de los actos más nobles que, sin
embargo, se pudieran convertir en los más viles debido a la carga fuertemente
individualista que posee la valoración del objeto del deseo. Así, el hombre
tiene un deseo natural por el bien de sí mismo, como un impulso de
conservación, pero en la satisfacción del mismo puede cometer actos violentos o
vejatorios hacia otros o hacia las propias condiciones del mundo.
Además de este deseo de
algo para sí mismo, en el hombre existe un deseo aún más primordial: un deseo
de sí mismo. El deseo por algo es
retrotraído y el objeto del mismo deseo es ahora el ente que es sensible, emocional
y sentimental. El deseo de sí mismo tiene por objeto la conservación vital, sin
más, del individuo al nivel más elemental: el corporal. Todos los impulsos
vitales se deben a este deseo básico: el deseo de sí mismo, ya que sólo
manteniendo la vida corporal es como se satisface ese primigenio deseo, y el
individuo puede establecer cualquier relación con los otros y con el mundo. A
este impulso a la satisfacción de los deseos corporales para mantener la vida
Platón le dio un sentido negativo, y heredó al mundo occidental el concepto de
"facultad concupiscible" (apetitos y deseos corporales en general)
como algo que debía mediarse mediante la Phronesis
con el fin de evitar la corrupción y envilecimiento del ser del hombre. Epiqumia (epithymía) es la voz que usa Platón,
pero que era utilizada, más allá del ámbito filosófico de la teoría del alma
platónica, en la lengua griega desde tiempos remotos. Epithymía hacía referencia al deseo, al apetito, a la pasión; epithymeo era desear, estar deseoso de
algo o alguien. Si ese deseo de algo o alguien está relacionado con el mismo
que desea, al nivel de la más básica conservación de la vida, no es de extrañar
que se relacione de manera mucho más compleja y profunda con el impulso sexual,
ya que éste es el culmen del deseo de vida, en tanto postergación de la misma y
de sí mismo en el acto reproductivo.
Así, epithymía, como deseo o impulso sexual,
se concibe como la más primigenia de las pulsiones humanas, aquella que lleva
al hombre a las acciones más sublimes o las más viles para lograr la
satisfacción del deseo, pues, inclusive, en ese afán de postergación de la vida
puede entregar su vida misma. Ese afán de vida, de procreación, se manifiesta
básicamente en un nivel corporal que, necesariamente, es individual y
particular; y, sin embargo, es algo que se da de manera común en los seres
humanos. Y como el ser humano es un ser vivo que posee cualidades semejantes a
los otros seres vivos, ese impulso vital tiene que darse necesariamente en el
mundo, incluso en el orden del cosmos.
Por eso se suele
equiparar a epithymía con Eros.
Aristóteles (Metafísica, I, 4, 24-25)
señala que desde la cosmogonía de Hesíodo se solía considerar al
"Amor (erwta) y al Deseo (epiqumian)
como
principio de los entes". De esta
forma, en Hesíodo, y en el mundo griego en general, Eros se convierte en un
principio cósmico que impulsa la generación y la procreación. Pero como
principio que se relaciona, e incluso se homologa, con el impulso sexual y los
deseos corporales, esta fuerza generadora del cosmos tiene una faceta también
desequilibrante y confusa. El mismo Hesíodo (Teogonía, 120) describe a Eros de esta manera: "Eros,
el más hermoso entre los dioses inmortales, que afloja los miembros y cautiva
de todos los dioses y todos los hombres el corazón y la sensata voluntad en sus
pechos". Cautivar el corazón quiere decir hacer que se pierda la razón y
la voluntad; es decir, que esta fuerza primigenia, -equiparada a Gea (La Madre
Tierra) y al Tártaro (Abismo, Inframundo)- sin la cual no hubiese podido emerger
ningún dios, es benéfica porque es principio de generación, no obstante, puede
ocasionar grandes prejuicios por sus propias características, que hacen que
escape a un orden riguroso establecido. A decir de Robert Graves (Los mitos
griegos I, p. 58), Eros era considerado en la Grecia primitiva como una Ker, un tipo de entidad de la muerte,
abstracción despersonificada que representaba cualidades en el mundo, como el
Destino (las Moiras), el Sueño (Hipnos), la Discordia (Eris), la Vejez (Geras), la Venganza (Némesis).
Sólo hasta que se intentó dar una explicación un tanto más en el ámbito de lo
filosófico, se le dio a este Eros el carácter de fuerza generadora que impulsa
los actos de creación, desde la creación cósmica hasta la creación de vida,
implícita en el impulso sexual de la procreación humana. Sin embargo, siguió
conservando esas cualidades destructivas que lleva contenidas al tener una
relación directa con el impulso sexual primario (epithymía); prueba de ello es
el desarrollo del concepto y de la iconografía de Eros en el mundo griego:
desde ser uno de los principales dioses (Hesíodo), pasando por ser considerado
como un daimón (Platón), hasta la figura y concepto del Eros alado, el niño
travieso que pierde los corazones de los hombres con sus flechas tiradas al
azar. Pero en todas estas concepciones lo que subyace es ese impulso primitivo
que emerge de lo más profundo del ser humano y que lo mueve, con un deseo
irrefrenable y poderoso, a la postergación de sí en el acto reproductivo a
través del sexo. Eros es impulso sexual, copula creadora, unión de los cielos y
la tierra, del hombre y la mujer; Eros es pasión, un padecer que se manifiesta
como un impulso capaz de rebasar la voluntad y la razón con el afán de
conseguir la satisfacción plena de sí mismo: plenitud cósmica, humana o
personal.
Afrodita, diosa del
deseo, la lujuria y la belleza, nacida, de acuerdo a lo narrado en la Teogonía
de Hesíodo, de la blanca espuma surgida de los genitales castrados de Urano ,
tiene como atributos: "las intimidades con doncellas, las sonrisas, los
engaños, el dulce placer, el amor y la dulzura" (Teogonía, 205, ss.). Como
diosa urania, Afrodita simboliza la atracción sexual en los seres humanos, de
ahí que sus atributos sean los mencionados en la cita. El impulso sexual de
reproducción se presenta como una fuerza abrasadora que necesita ser consumada
a toda costa; sin embargo, en el ser humano la realización del impulso no se
reduce a un acto meramente fisiológico que tiene su objeto en cualquier cuerpo.
Existe un elemento propio de lo humano que hace que el objeto del deseo deba
poseer ciertas cualidades que lo hagan factible de ser considerado como tal: la
atracción sexual se basa en atributos más allá de lo meramente fisiológico,
como la belleza, el placer, el gusto, la labor de la seducción. Afrodita
representa a la sexualidad con un objeto de deseo definido por patrones
culturales, propiamente humanos; se debe satisfacer el impulso primario, sí,
pero se debe satisfacer de cierta manera y bajo ciertas condiciones. Por eso la
misma diosa es paradigma de la belleza y el placer eróticos, propio de los
impulsos sexuales. En pocas palabras: es el deseo sexual orientado.
Pero esta visión de lo
sexual en Afrodita es incompleta, ya que los impulsos suelen traicionar las
condiciones bajo las cuales se pretende darles satisfacción: el deseo se
encamina en ocasiones hacia objetivos aberrantes. En la misma mitología,
Afrodita no sólo hace presa a hombres y a dioses de las pasiones que los pueden
perder, sino que ella misma se pierde en la pasión: siendo consorte de Hefesto
es poseída por una enorme pasión por Ares, el dios de la guerra, con el cual
engendró a Fobos (Fobos,Temor), Deimos (Deimos, Terror) y Harmonía (Armonia);
también se apasiona por Hermes, con el cual engendra a Hermafrodito, un ser de
doble sexo; con Dionisos engendra a Príapo, un ser feo y con un falo enorme en
permanente erección, que simboliza la fertilidad de la tierra. Y qué decir de
su pasión por el bello Adonis, que la llevó a enfrentarse con Perséfone, consorte de Hades y reina del Inframundo.
Todas estas narraciones en lo mitos de Afrodita nos hacen ver que la pasión
sexual es desbordante y que el objeto del deseo no es único, sino variable y
hasta múltiple; es decir, la pasión puede llevar al deseo simultaneo de
múltiples seres, con cualidades y atributos diferentes y hasta contrarias. Esto
es así porque la pulsión sexual como deseo es trascenderse a sí mismo como
objeto de deseo: el impulso vital primario, que implica un deseo de
perseverancia, es sentido como la potenciación de las facultades individuales
en una sensación de placer, pero esa potenciación sólo tiene su referente
cuando se da en función de una relación que ponga en espejo aquello que provoca
ese placer máximo. Sólo se puede ser pleno cuando el placer de ser en sí mismo
es proyectado en otro, con la consecuente dosis de placer extra que implica, a
su vez, el placer del otro. De ahí que la relación erótico-sexual se entienda
como una lucha que pretende lograr la máxima obtención de placer a través del
placer del otro: Afrodita sucumbe ante la pasión por Ares, pero en la
consecución del placer pasional es ella misma, desplegando sus atributos que le
permiten burlar a Hefesto y lograr la atención del dios guerrero, en su máxima
expresión: seducción, engaño, placer.
Esta ambivalencia un
tanto caótica en la concepción de Afrodita lleva a la mentalidad griega a
adaptar la figura de la diosa a formas más cercanas a los fenómenos reales del
mundo, convirtiéndola en una diosa
olímpica, diferente a la Afrodita uránida. Homero (Iliada, L. V, 365-390) la
presenta como una diosa belicosa y lloriqueante, cuando es herida, a los pies
de su madre, la diosa Dione, y suplicando a su padre Zeus, haciendo que su
génesis sea a partir de la participación de lo masculino y lo femenino, mientras que la Afrodita uránida es
generada sin la participación de lo femenino. Esta nueva genealogía le da un
realce importante a la actividad sexual como motor intrínseco del placer y del
impulso creador, pero no elimina los atributos de seducción, belleza y engaño
propios de la diosa; el mismo Homero (Himnos Homéricos, V) precisa que
sólo Atenea, Ártemis y Hestía, pueden
librarse de los engaños de la seducción, mientras que "ningún otro ser se
libra de ella, ni entre los bienaventurados dioses, ni entre los mortales
hombres. Y hasta perturba la mente de Zeus que se complace en el rayo, a pesar
de ser el más grande y el que ha obtenido mayores honras: cuando ella quiere,
engaña su precavida inteligencia y logra fácilmente que se junte con hembras
mortales y se olvide de Hera, su hermana y mujer..." Esta nueva Afrodita es la personificación de
la pasión arrebatadora que pierde el sentido, y que se complace en la más
desenfrenada búsqueda del placer sexual, dejando, inclusive, de lado el impulso
de procreación: Afrodita es placer puro.
La evolución
polivalente de la experiencia erótica a través de la figura de Afrodita tiene
su culminación en la obra platónica, sobre todo en el desarrollo de la
concepción del amor en El Banquete. En el discurso de Pausanias (180a-182a) se
describe la existencia de dos tipos de diosas que representan dos tipos de amor
o deseo: la Afrodita Urania (Afrodith
Ourania,
Afrodita Celeste) y Afrodita Pandemo (Afrodith
Pandemos, Afrodita de todo el pueblo, común, que en tiempos de
Platón había degenerado en Pagkoinos
(común a todos, vulgar). La primera es la nacida de los genitales castrados de
Urano, y la segunda la hija de Zeus y Dione, y los atributos que se les
conceden a cada una son distintos en cuanto a formas del deseo. La Afrodita
Urania es el amor celeste, es el deseo templado y mesurado que, al no proceder
de la unión con hembra, se inclina hacia lo varonil, hacia lo más fuerte y de
mayor entendimiento; como puede notarse, la idea del deseo uranio hace referencia
a lo que indicábamos anteriormente: el deseo sexual debe ser orientado, mediado
por el entendimiento para lograr moderar la pasión y elevar el alma, (no el
cuerpo), a niveles de placer intelectual. Claro está, que dicha visión
platónica del deseo sexual está impregnada de las valoraciones filosóficas y
sociales del siglo V a.C., que ponderan, por sobre todo, la actividad
intelectual como forma de desarrollo del ideal de hombre y la formación del
ciudadano en estos ideales. Además, se consideraba que la actividad intelectual
era más propicia en los varones, por eso las inclinaciones del deseo deberían
orientarse hacia una relación homo-erótica que diese como resultado la
potenciación de ambos: el erastés (erastes,
amante) y el erómenos (eromenos,
amado). Justificación de la pederastia como práctica social en algunas ciudades
griegas.
Por otra parte, la
Afrodita Pandemo es el amor común, vulgar, por el cual los seres humanos aman
de igual manera "a mujeres y a mancebos; [....] aman en ellos más sus
cuerpos que sus almas y, por último, prefieren los individuos tanto más necios
mejor, pues tan sólo atienden a la satisfacción de su deseo, sin preocuparse de
que el modo de hacerlo sea bello o no" (Banquete, 181b). Por supuesto,
aunque Platón le dé un sentido negativo,
éste es el deseo propio del ser humano, el que está despojado de los
imperativos morales y estéticos que le impone determinada estructura cultural.
El amor celeste debe ser bueno y bello, de ahí sus consideraciones elitistas,
que hacen que el deseo aspire a un objeto sólo alcanzable por algunos (en este
caso los varones mejor preparados). El amor común es el deseo en sí mismo, que
no aspira a ideales impuestos, sino que se vive en la carne y el alma, y que
urge ser satisfecho a toda costa; por eso puede ser considerado como necio, ya
que su objeto escapa a consideraciones abstractas y se traduce en un objeto
vivo, material, inmediato, que está al alcance y por el cual se debe luchar de
manera apasionada, sin importar los medios ni las consecuencias. Pasión que no
es buena, ni bella en sí misma, es pasión, deseo, el amor como impulso
originario que lleva al placer sexual.
Ese ámbito pasional es
el mundo de Pan. El dios macho cabrío al que los otros dioses olímpicos no
veían con buenos ojos. Dios de los bosques, de la fertilidad, de los pastores y
rebaños, era especialmente reconocido como la representación de la potencia
sexual masculina desenfrenada. Según la mitología tiene varias genealogías,
siendo una de las más importantes aquella que lo vincula como hermano adoptivo
de Zeus, lo que le confiere un estatus de antigüedad significativo; sin embargo
la genealogía más difundida es la que se presenta en los Himnos Homéricos (XIX,
A Pan), que lo hacen hijo de Hermes y de una ninfa, hija de Dríope: "ella
le dio a Hermes, en su casa, un hijo amado que desde luego se presentó
monstruoso a su vista: caprípedo, bicorne, bullicioso, de dulce sonrisa; y la
ninfa se levantó y echó a correr
abandonando al niño la que debía amamantarlo-, pues le entró miedo al ver
aquella faz desagradable y barbuda."
La figura de este dios, mitad humano mitad animal, espanta a la vista
porque recuerda esa parte salvaje y no domeñada que se encuentra en lo más
profundo de todos los seres humanos; es la parte impulsiva e instintiva que
late permanentemente, y salta incontenible en los momentos que más impacto
tienen en la vivencia humana: los momentos en que se deja libre cauce a los
apetitos e impulsos del placer sexual.
Al ser hijo de Hermes,
Pan hereda la potencia y el vigor fálico,
que lo hacen ser un símbolo netamente sexual, pues es el falo erecto lo
que se muestra como más visible cuando los ardores del deseo sexual atacan al
varón, y el pequeño clítoris femenino en estado itifálico es la evidencia de la
excitación y pasión erótica. Además, como el mismo Hermes, Pan es un embaucador
consumado; es decir, que ese impulso sexual primario seduce y engaña de una
manera magistral para arrastrar al hombre al delirio de sus propias pasiones.
Sin embargo, Pan tiene otras cualidades, las cuales inclusive los dioses
olímpicos reconocen y hacen uso de ellas: poseía el arte de la profecía (que
Apolo sacó de él) y virtudes musicales (Hermes mismo robo una flauta hecha por
Pan y la presentó como suya). A este respecto es importante recordar que las
facultades proféticas sólo se
manifiestan en estados de éxtasis pleno (como en el oráculo de Delfos,
consagrado a Apolo) y que en la Grecia antigua, los estados extáticos logrados
en las orgias sagradas culminaban con un desenfreno sexual que rompía todas las
barreras culturales y sociales, hermanando a los participantes en una comunión
con el Todo y la Naturaleza a través del ritual de fertilidad y fecundación.
Además, la música lleva
al ser humano a niveles de conciencia donde se priva la voluntad y la razón
para dar paso a un estado más puro de la existencia, donde las pasiones son
liberadas y los deseos consumados sin restricciones en ritmos acelerados
acompañados de gritos salvajes: el grito de Pan que aterroriza a los incautos
que se acercan a él con trabas, de ahí la palabra pánico. El impulso sexual en
plena libertad atemoriza: terror de
perderse en el éxtasis y volver a la forma animal de la que se procede; no se
quiere amar como bestia porque se es despreciado, igual que Pan es despreciado por
su propia madre y por los dioses olímpicos.
Pero no todos
desprecian la naturaleza animalescamente cabruna de Pan. Dionisos, el dios de
la embriaguez, de la locura y el éxtasis se alegra en extremo cuando es llevado
recién nacido al Olimpo por Hermes, para diversión de los dioses, de modo que
decide hacerlo su compañero y, a veces, suele compartir con él sus costumbres.
En los rituales orgiásticos de Dioniso, de embriaguez e intoxicación, en las
montañas y bosques, las Ménades hacían del macho cabrío un punto culminante por
medio de su sacrificio e ingesta: símbolo de la posesión del impulso sexual que
fecunda y fertiliza la tierra, en la consumación del acto de comunión salvaje,
que hace del deseo y del desenfreno sexual el elemento central del acto. El dios
Pan se jactaba de que había poseído a todas las Ménades, borrachas de Dionisos,
a sabiendas que debía sucumbir él mismo en el ritual orgiástico. Este es el
símbolo de la unión absoluta de la naturaleza erótico-pasional femenina con la
potencia y virilidad masculina. La potenciación del impulso erótico fundamental
sólo se da cuando se libera al mismo impulso de las ataduras a las que lo
somete la propia condición del ser humano, entendido como un ser mesurado y
determinado por el nivel con que se aleja de los impulsos animales más
elementales.
Eros, el impulso
sexual, dominado por Afrodita debe ser liberado por Pan. El dios oculto de los bosques, que atrae al
éxtasis con su música de flauta y seduce a ninfas y mancebos, es, como Dionisos,
liberador, emancipador de las pulsiones erótico-sexuales más profundas,
aquellas que hemos creído dominar pero que nos asaltan con fuerza y nos
trastornan en un sentimiento contradictorio, por realizar actos capaces de llevarnos al máximo placer o
contenerlos para conservar la cordura y estatus humano. Dejemos que el pene
enhiesto del dios cabruno nos golpee el rostro, y nos lleve a las entrañas más
profundas de nuestro deseo, con el fin de perdernos a nosotros mismos en el
éxtasis sexual que nos hace ganarnos a nosotros mismos:
Excítate con la voluptuosidad de la luz,
¡Oh hombre! ¡Mi hombre!
Ven corriendo de la noche.
¡De Pan! ¡Io Pan!
¡Io Pan! ¡Io Pan! Ven sobre el mar.
(Aleister Crowley)