viernes, 18 de junio de 2021

DE PLANTAS SAGRADAS

 

 

DE PLANTAS SAGRADAS O LA BÚSQUEDA DE LA VISIÓN COMO FORMA DE RE-CONOCER LA VERDADERA ESTRUCTURA DE LA REALIDAD


José Alfredo Ortiz Madrigal


Digo que hay que ser vidente, hacerse vidente. El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura; busca por sí mismo, agota en sí todos los venenos, para no quedarse sino con sus quintaesencias. Inefable tortura en la que necesita de toda la fe, de toda la fuerza sobrehumana, por la que se convierte entre todos en el enfermo grave, el gran criminal, el gran maldito, — ¡y el supremo Sabio! — ¡Porque alcanza lo desconocido! ¡Porque se ha cultivado el alma, ya rica, más que ningún otro! Alcanza lo desconocido y, aunque, enloquecido, acabara perdiendo la inteligencia de sus visiones, ¡no dejaría de haberlas visto! Que reviente saltando hacia cosas inauditas o innombrables: ya vendrán otros horribles trabajadores; empezarán a partir de los horizontes en que el otro se haya desplomado.

Arthur Rimbaud.

Segunda carta del vidente.


DE LA REALIDAD

El hombre se posiciona en la existencia; existe como ente que existe, simple y llanamente. Su existencia es un existir despojado de complejidades y vanaglorias, pues, a este primario nivel, existe como cualquier otro ente que existe. Ni más ni menos: no hay supremacía ni importancia, no hay distinción valorativa ni sentido trascendente que haga del hombre un ser distinto a cualquier otro. No es más que la piedra o la planta, ni que lo animado o lo inanimado. Todo está con-fundido, unido en la totalidad como una sustancia primordial que contiene dentro de sí la potencia de lo todo particular.

            Dentro de esta estructura fundante de la existencia, el ser humano se  constituye como tal por un proceso de especificación de cualidades que lo hacen ser lo que es. Las condiciones con las cuales el hombre existe lo determinan; los elementos básicos que permiten su peculiar existir son aquellos que lo constituyen en su talidad: es un ente común a otros entes pero distinto, al mismo tiempo, de esos otros entes. Como un tal ente, el hombre se distingue de todo lo otro y se constituye como un separado, como un distinto particularizado que sólo es semejante, ahora, a aquellos entes que poseen sus mismas cualidades. El hombre es ahora un ente frente a los otros semejantes y frente a los otros totalmente otros. 

            Lo que distingue al hombre de los otros totalmente otros es la manera en que se manifiesta en la existencia, los modos en los cuales se hace evidente su existir y su peculiaridad: su condición corpórea y su condición anímica. Con el  reconocimiento de estos dos estados, lo humano se define: el hombre es un ente-cosa que posee una estructura material y una inmaterial, una parte física y una parte trascendente. Lo humano emerge a partir de esta distinción dual primigenia. La cosa hombre es unidad y dualidad: uno en su concreción en la existencia, dos en la asimilación de sí mismo. 

             Al integrar su cosidad, el hombre cosifica a los otros, tanto en las similitudes consigo mismo como en las diferencias que se evidencian. Las cosas son, entonces, el entorno en que se desenvuelve lo humano. El mundo son las cosas, las cosas son la realidad. Cada cosa estará diferenciada de las otras cosas, pero, simultáneamente, estará referida al conjunto de cosas que poseen cualidades similares y que conforman las estructuras fundamentales de la realidad.

La forma en que el hombre se enfrenta con el mundo, con la realidad, es a partir de lo que lo constituye como la cosa que es: el cuerpo, en tanto ser vivo como otros,  y el alma. El cuerpo proporciona la base fundamental sobre la que se constituye la relación esencial con las cosas del mundo, la presencia de lo real físico frente al ente humano. La capacidad de relacionarse con los objetos físicos es permitida a partir de la sensibilidad, de una experiencia vital que lleva al reconocimiento primordial de la cosidad de lo existente. La vivencia de las cosas es inmediata en lo corpóreo, las cosas son porque están ahí, porque se ponen frente al cuerpo y lo modifican constantemente en sus estructuras tanto internas como externas. El hombre sólo es lo que es en un conjunto incontable de relaciones físicas con las otras cosas. El hombre es un cuerpo y la realidad es la relación con el conjunto de cosas al alcance y frente a él. Sin embargo, la configuración tradicional de los cinco sentidos queda desbordada por la complejidad de las formas en las que el cuerpo vivencia la relación con las  cosas. A  ellos se agregan la percepción térmica de lo frío y lo caliente; la percepción del dolor, de los estímulos nocivos; la percepción del equilibrio, del reposo y del movimiento; la de los movimientos de los músculos y tendones; la percepción interna del tiempo, del cambio; la percepción del campo magnético, de la energía que emanan los otros cuerpos. El mundo de lo corpóreo es vasto y permite al hombre distinguirse en su plena integración con el Todo Absoluto de la realidad.

Sin embargo, la relación con las cosas no es meramente físico-material. Las cualidades propias del hombre lo proyectan a establecer relaciones más allá de lo propiamente físico; relaciones que trascienden lo material y que configuran una manera peculiar de constituirse como un ente en el mundo. La captación sensible de la realidad se ve potenciada a una dimensión distinta cuando los procesos anímicos propios del hombre establecen niveles de relación que no se constituyen en la relación material tal cual, sino en la manera en que el alma humana recibe y  asimila aquello que su propio cuerpo enfrenta. La memoria, la imaginación y el intelecto permiten que las cosas se asimilen como algo que emerge de la mera captación material-sensible de las mismas: las cosas dejen de ser sólo cosas y se asumen como un algo, es decir, cobran sentido.

Pero este sentido, esta manera propia en que el hombre constituye su relación con las cosas, se establece a partir de un proceso en el cual se integran al propio ser humano las cosas de la realidad en un contexto marcado por el propio desarrollo de las capacidades significadoras del mismo. Es decir, que la realidad humana se constituye a partir de la manera en que los diferentes niveles de desarrollo de los estados anímicos constituyen, a su vez, diversos niveles de sentido de las cosas. Los niveles de sentido establecen estratos de la realidad diversos y se constituyen en el ámbito en el cual se configuran las relaciones básicas entre los componentes elementales de lo humano: lo corpóreo y lo anímico.

En general, la forma humana de enfrentar al mundo es una construcción de sentidos, una configuración colectiva que se impone a los entes individuales a partir del llamado proceso de formación humana que involucra, necesariamente, una valoración del  cuerpo y el alma.  Lo corpóreo  y lo anímico son aleccionados para funcionar de cierta manera y no de otra; para establecer ciertas relaciones físico-materiales con los otros cuerpos y ubicar el sentido de ellos en cierto estrato de la llamada realidad. En esa formación se ponderan ciertos aspectos considerados como de alta primacía para el ser humano desde el contexto en que se entiende este sentido en sí. Así, en determinados grupos humanos, lo primordial es la actividad anímica llamada pensamiento, mientras que en otros se considera como primordial la captación sensible, con todo lo que esto conlleva como consecuencias de este sistema valorativo.

            Al adquirir esos condicionamientos en que el ser humano se construye como lo que es, se constituye la percepción como filtro exclusivo de las cosas y como criterio de constitución de la realidad y su verdad. La percepción le permite al hombre capturar por completo las cosas para sí; estas se reciben en los sentidos y se establecen como sentido de las cosas en la conciencia. La realidad es la facultad de percepción desarrollada por el ser humano y ahí, sólo ahí, radica la verdad.

            Así se conforma la realidad para el hombre; solo en este marco de desarrollo de sus condiciones esenciales puede integrarse como un ser más que define desde su estructura interna la estructura externa. Pero esto trae consigo consecuencias que resultan ser un pago costoso a esa forma de ser del ser  humano. El establecimiento de los distintos niveles de sentido de lo real se efectúa a partir de un proceso de delimitación de lo Absoluto; aquello que, en un estado primario, era ilimitado, ahora se muestra al hombre como algo limitado en sí mismo, algo que se carga de múltiples cualidades que lo distinguen de lo otro. Los límites ontológicos de la realidad plantean la necesidad de que la percepción de la misma sea, asimismo, limitada en cuanto a sus capacidades. Solo hay lo que se puede vincular a los límites de lo perceptible: lo conocido y lo desconocido, pero cognoscible, se alzan como los garantes de lo real, como los únicos criterios para establecer la verdad de las cosas. Lo que es y lo que no es se reduce a la capacidad y posibilidad de ser percibido o no; el infinito se fragmenta y el mundo verdadero del hombre es sólo una pequeñísima parte de él: todo se reduce al terror a lo ilimitado, a lo infinito.


DE LA VERDAD 

φύσις κρύπτεσθαι φιλεῖ. Heráclito de Éfeso (123 DK) señalaba con estas palabras (“la naturaleza ama esconderse”) la forma en que se establece la relación entre el hombre y la realidad en sí misma. El esconderse de la naturaleza[1] tiene que ver con la manera en que el ser humano ha configurado su propia realidad, separándose de la estructura fundamental que es la fuente primigenia de todo lo real. En realidad, el hombre ha escondido la realidad, la ha enmascarado con su propia estructura y ha asumido que aquello que él ha puesto frente a sí mismo  como los estratos de sentido corresponde a la realidad en sí. Pero no es más que un artilugio que cubre por completo la infinitud de lo real con los límites de la percepción.

El hombre asume, entonces que la verdad se constituye como aquello que encaja dentro de las estructuras de lo real, de lo que es capaz de percibir, es decir, de dotar de sentido. La carencia de sentido, el sinsentido, es algo que no corresponde con la realidad, escapa a la verdad configurada como orden del mundo. No importa si el sentido es univoco o equivoco, lo verdadero tiene que ser algo en cualquiera de los mundos posibles. Sin embargo, el problema radica en la misma concepción de lo verdadero como aquello que posee sentido, pues el sentido lo aporta el hombre; luego entonces, la verdad es algo que sólo corresponde al hombre, será una facultad del hombre dada sus condiciones limitadas de enfrentarse a lo que llama mundo.

            Pero el mismo ser humano es testigo de que algo desborda los parámetros de su percepción educada, que está por encima de la construcción “mundo-realidad”. Algo que se muestra en momentos como vislumbres de otro estado distinto, ajeno, temible y terrorífico por lo desemejante. Visiones que rompen con las estructuras de la realidad y obligan al hombre a reconocer lo limitado de su percepción.

            A partir de este soslayo, el ser humano se ve obligado a reconocer que los criterios con los que asume la verdad no son absolutos, que frente a su verdad se alza algo que la sobrepasa y aniquila. Asume la existencia de una verdad  trascendente, absoluta, que supera las limitaciones propias de las estructuras humanas y se vislumbra como aquello a lo que apuntan sus actos cognitivos y su esfuerzo total.

            Desde esta perspectiva se pueden entender las posturas con que se ha tratado de llegar a esa verdad trascendente que supera las nociones más simples de verdad[2]. Siguiendo las pautas de los pensadores griegos de la antigüedad, que pueden extenderse al ámbito general del ser humano, podemos decir que las posturas en torno a la verdad trascendente se reducen a dos: alhqeia (des-ocultamiento) y apokaliyis (acción de descubrir).

            La primera de ellas se puede entender como una búsqueda que parte de la acción humana. Las capacidades corpóreo-anímicas se ponen en juego y, tras un esfuerzo riguroso, es posible despojar al hombre de las estructuras cognitivas que se le han impuesto en el proceso de su formación para que su percepción se limpie de los elementos con que se ha mediado y configurado. La percepción, educada en un contexto específico, amplía su marco de referencias y el hombre es capaz de percibir estructuras de la realidad que son ajenas al sentido ordinario de la realidad.

            El esfuerzo humano por des-ocultar la verdad implica, necesariamente, una reeducación de la percepción que lleve a una elevación del alma al reconocimiento de lo trascendente. El impulso a lo trascendente se torna, así, en una  ἄσκησις, una ascesis, en el doble sentido del término: como un ejercicio físico constante que lleve a una modificación de las estructuras corpóreas que permiten la sensibilidad, una forma distinta de relacionarse con los cuerpos del mundo, que los capte en un orden y en un nivel distintos; y un ascenso o elevación espiritual que se traduce como una manera distinta de dar sentido al mundo, un sentido que sobrepasa las limitaciones de los sentidos otorgados en el ámbito del sentido común. A esta última concepción de búsqueda de la verdad es a la que se refiere, en términos generales, el esfuerzo de la reflexión filosófica: Platón, Epicuro, los estoicos y otros, pretenden acercarse a lo trascendente a partir de actos humanos que encaminen tanto lo corpóreo como lo espiritual a la obtención de una visión de ello. Sin embargo, como los actos humanos encaminados a la visión de lo trascendente se limitan a las propias cualidades limitadas de los seres humanos, todo esfuerzo por llegar a esta visión estará constreñido en sí mismo y a lo más que se puede llegar es a reconocer la finitud de la verdad humana frente a la infinitud de la verdad trascendente. La filosofía es un esfuerzo humano que se envuelve en su propio círculo vicioso y llega a aceptar que sus verdades son nada frente a la verdad absoluta de lo trascendente: es la desconsolada historia de la docta ignorantia y del noumeno kantiano.

            Por otra parte, apokaliyis  denota una manera esencialmente distinta de asumir la compresión de la verdad. En principio, al aceptar la realidad trascendente, y la verdad trascendente con ello, el hombre acepta que las estructuras de esa realidad son cualitativamente distintas a las concebidas en el orden de su propia realidad; lo que existe en esa realidad trascendente es ajeno a todo poder de percepción ordinaria y a toda forma de pensamiento. Los antiguos mexicanos señalaban que ese nivel era yohualli-ehecatl (la noche, el viento) para señalar de alguna manera que lo que existe ahí es sin forma, sin delimitaciones, vacío (tal como en la noche más oscura se puede vivenciar la ausencia de lo conocido) e impalpable, imperceptible (como el aire, del cual sabemos su presencia pero lo sabemos sin forma o contenido); es decir a-sensitivo y a-pensable.

            Sin embargo, la realidad humana contiene dentro de sí misma una fractura, un quiebre ontológico, pues es innegable que en ciertas circunstancias esa realidad se detiene, se disuelve y se vislumbra el poder infinito de aquella que está detrás, se des-cubre y se muestra en toda su plenitud. La visión de esto es arrobadora y extática, eleva al espíritu a un nivel desconocido y le permite saber de lo infinito.  Este mostrar-se, des-cubrir-se, emana no de las acciones humanas, sino desde sí-misma y hacia la realidad mundana; esto implica, necesariamente, la consideración de que el des-cubrir-se de la realidad trascendente, de la verdad trascendente, es un acto volitivo, que hay una voluntad que mueve ese acto inmediato hacia esta realidad.

            Dios, dioses, espíritus, fuerzas, entes, descarnados. Nombres con los que el hombre intenta dar sentido, incorporar dentro de su realidad aquello que se presenta como ausente de todo sentido. La penetración de esto en el mundo humano supone un resquebrajamiento del mismo y una puesta en crisis del hombre mismo. Al enfrentar aquella verdad trascendente el ente humano pierde todas las cualidades que lo definen como tal: su cuerpo ya no funciona como de ordinario y su alma se diluye en el vacío de ese otro nivel, deja de ser un ser  humano. Por eso las visiones que se le presentan son devastadoras, comprensibles e incomunicables. El visionario al que se le muestra el des-cubrir-se de la realidad trascendente es un místico; extasiado contempla y su contemplar es un dejar de ser lo que es, es ser un infinito. El visionario no pide la revelación, se le da y ese dar-se de la verdad trascendente es un conocimiento absoluto, un estado de gracia que lleva consigo el mayor de los peligros para el hombre: dejar de ser.


DE LAS PLANTAS SAGRADAS

Frente al ver ordinario y los límites que, de manera inherente, condicionan, y condenan, al ser humano a esta realidad se abre una posibilidad de restitución de la verdadera esencia: la búsqueda de la visión,  la imploración de una visión (hanblecheyapi como decían los Sioux). Lograr una visión a partir de crear las condiciones que permitan el acceso de lo trascendente a este mundo. El hecho es cambiar la forma de la percepción y los estados anímicos, moverlos a niveles diferentes para percibir las cosas fuera de su sentido ordinario, en su pureza. Este acto de configuración de las condiciones propicias para la visión implica un dejar de ser lo que se es, un dejar de ser (aunque sea sólo por un momento) ser humano y ser uno con el todo, ser testigo del infinito y su verdad.

Dejar de ser lo que se es, es estar fuera de sí, es estar en éxtasis[3]. El éxtasis es el estado propicio para recibir la revelación, para ser testigo de la realidad trascendente. Entrar en éxtasis implica el despojarse paulatinamente de los sentidos corporales, de la sensibilidad ordinaria y de las capacidades comunes del pensamiento como formas de ser del alma. Los gimnosofistas que practicaban la meditación, por ejemplo, diseñaron técnicas de respiración que, paulatinamente iban nulificando las sensaciones y el pensamiento hasta el grado de un abandono de sí absoluto. En el mismo sentido, el estar fuera de sí puede entenderse como un entusiasmo[4], pues al alejarse de sí, se permite la llegada de fuerzas, espíritus, dioses o entidades que no corresponden precisamente a los entes de la existencia inmediata sino a presencias provenientes de la realidad trascendente.

 Los antiguos mexicanos buscaban el estado de yolteótl (corazón endiosado) a partir de los cantos sagrados. El chamán siberiano llamaba su estado extático “el vuelo” (aludiendo al despegar-se de este nivel de la realidad). El medicine man de las tribus norteamericanas logra la visión solo cuando es poseído por los espíritus.  Y así se pueden enumerar diversas formas en las que se pretende llegar al éxtasis para recibir la visión; todas ellas se basan en la búsqueda de nuevas formas de la percepción, de encontrar un sentido distinto al mundo, un sentido ajeno a lo humano, detener el recorrido de la experiencia  espacio temporal, detener el orden ordinario del mundo que muestra la última verdad, aquella que no se revela sino sólo a través de visiones ajenas, incapaces de decirse con un lenguaje ordinario.

Esta búsqueda de la visión ha llevado al hombre a salir de sus propios límites y aventurarse en el reconocimiento de otros seres de la existencia que poseen cualidades en sí mismas que, en unión con la esencia humana, permiten el éxtasis, la creación de estados de percepción y estados de alma abiertos que posibilitan el acceso a los seres de la otra realidad a su interior: las plantas sagradas.

Desde tiempos inmemoriales, el hombre ha recorrido la tierra en busca de las diversas plantas sagradas que le permitan acercarse a la visión de la realidad  trascendente. Cada una de ellas permite, a su manera, que el ser humano logre desprenderse de los límites que su propia condición le impone, diluirse en estados de arrebato para implorar a los seres del otro mundo le otorguen la visión. Desde las estepas siberianas hasta las selvas amazónicas, desde la milenaria India hasta los bosques de los druidas y los rituales curativos de los chamanes mazatecos de la Sierra de Oaxaca, las plantas sagradas se reconocen como aliados y guías en el camino de la búsqueda de la verdad. Son seres que poseen sus propias condiciones en la existencia, pero que al interior de su esencia están en dos planos distintos: toda planta echa sus raíces al inframundo y se eleva hacia los cielos, conecta la oscuridad de la tierra con la luz del mundo, la humedad fría del subsuelo con el calor del sol, la vida con la muerte. Cada planta es la unión de las dimensiones que constituyen la verdad absoluta: lo visible con lo invisible, lo presente y lo ausente, la materia y el vacío, el saber y el no-saber.

Cuando se contempla una planta, se observa sólo la parte visible, la parte que sobresale de la tierra, pero, al mismo tiempo, se tiene la visión de lo que está oculto: su raíz y todo lo que está por debajo se presenta como un saber sin saber, está pero no está, se revela el misterio de su presencia en el mundo. La planta es guía porque nos indica y hace visible lo invisible, lo que configura las verdaderas esencias de las cosas, lo trascendente. Las plantas son sagradas porque hacen esto a voluntad, son seres corpóreos cuya alma está conectada con la realidad trascendente; tienen una personalidad propia que conduce a la fuga del ser en el éxtasis de diversas maneras: cada una de ellas tiende un puente distinto entre el ser humano y el mundo de los espíritus, cada una de ellas es un aliado y un maestro distinto; pero todas llevan a la visión, colocan al alma y al cuerpo en posibilidad de su propia disolución, los encaminan de regreso a lo infinito indeterminado, a ser con todo en el Todo, uno en la Unidad Absoluta.

Ya sea el peyotl, el teonanacatl, la amanita, la ayahuasca, la mandrágora, el ololiuhqui o el toloatzin, todas ellas, y otras tantas, pertenecen al reino de lo misterioso, llevan al hombre a los umbrales de su propia conciencia y le permiten llegar a la cortina de abalorios con que se presenta esta realidad. Indican el camino, son el camino para postrarse frente a los poderes de los descarnados y ser testigos de la Verdad. Abren el cuerpo y lo desintegran en miles de partículas capaces de percepción todas, diluyen el alma en el lago profundo del sinsentido; permiten que nuevos sonidos, colores, imágenes, cubran el espacio antes limitado y ahora infinito. La visión de ello, la beatifica visión, rasga la cortina y jala al no-hombre, al visionario, hacia el mundo de Dios, que habla sin voz, que dice sin palabras, pues su voz es el silencio y su decir es el vacío. Es el retorno a la verdad, morir y nacer nuevamente, saber para no-saber. Las plantas sagradas son los descarnados.

 

 

 

 

 

 



[1] Entendida esta como el principio generativo de la realidad. En este sentido, podemos decir que el término hace referencia a aquello que se presenta, que emerge en la existencia, independientemente del sentido que se le pueda dar. Este sentido es lo que, filosóficamente hablando, constituye la “naturaleza” de las cosas, entendiendo ahora el término como aquello que es esencial a un conjunto de entes para poder aglutinarlos en categorías conceptuales. Tenemos, así, que el hombre es un ente natural (en tanto que emerge en la existencia) y que su naturaleza es ser corpóreo y anímico.

[2] Tratase de las nociones de verdad como adecuación, como interpretación, como consenso y algunas otras que han surgido a lo largo del tiempo, pero que se limitan al campo de lo propiamente humano. Es decir, nociones de la verdad humana, no de la verdad trascendente.

[3] έκ-στασις (acción de estar fuera de sí).

[4] enqousiasmos (tener a dios dentro de sí).


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