miércoles, 22 de diciembre de 2021

LA TIERRA

 

LA TIERRA

Nekromantik

Nací en la tierra. Mi abuela materna, descendiente de indígenas purépechas, tuvo dos hijas y gano experiencia en las labores de parto, pues su hija mayor tuvo once hijos y mi madre Lucila ocho, de los cuales, entre primos y hermanos, la abuela ayudo a traer al mundo a trece; entre ellos yo.

Nací en la tierra. El día de mi nacimiento llovía tanto que la abuela llego toda empapada a asistir el parto; para no mojar la cama con su ropa escurriendo del agua de lluvia ni manchar las sabanas con los fluidos, tendió un petate en el suelo de tierra y ahí mi madre sufrió los dolores y, por fin, me echó fuera de sí. La serpiente del cerro de Huándaro seguía enfurecida trayendo tanta lluvia que nadie pudo evitar que el agua se colara hacia el interior del alto cuarto y mojara el petate confundiéndose con los fluidos amnióticos y haciendo un lodo que alcanzó a penetrar los trapos con que me envolvieron alcanzando la carne recién nacida.

Nací en la tierra. Patámbaro, el pequeño pueblo donde nací se encuentra muy cerca de la presa El Rosario, por lo que siempre hay humedad y la tierra es bastante fértil. Tierra negra que huele a planta y a estiércol, que sabe a dulce y a sal; tierra negra en la que mis pies descalzos aprendieron a andar y de la cual salí un día para alzar la mirada hacia un horizonte de planicies verdes y cerros lejanos.

Crecí en la tierra. La casa era de altas paredes de adobe y techo de tejas de barro rojo cocido; el piso era de tierra aplanada. Sólo había dos grandes habitaciones que hacen de recamaras: una muy vieja donde dormían mis padres, más frecuentemente mi madre sola con el hijo lactante en el turno anual, pues mi padre pasaba la mayor parte del año en labores agrícolas en el Norte. La otra recamara era más nueva, pues había sido añadida para meter dos camas matrimoniales donde dormían mis hermanos mayores. El resto de la casa era un patio techado y con paredes bajas con arcos que servía de comedor, de bodega para las anegas de maíz, frijol y otros enseres domésticos. La escena del hogar se completaba con una cuarto bajo donde estaba el fogón de tierra y la leña apilada para el fuego.  

El sitio más hermoso era, sin lugar a dudas, el gran terreno que funcionaba como patio, gallinero y chiquero, con un árbol grande de yuca donde podíamos trepar para ver desde lo alto la planicie de La Laja. Ahí creció José Alfredo.

Siempre seré tierra. El recuerdo más lejano que tengo es algo que me remite a mi estado originario en la oscuridad de lo interno, de lo vacío. Recuerdo estar en un gran espacio negro en su totalidad, oscuro como lo más profundo del alma humana, sin cosas, sin seres, nada. En este recuerdo yo no podía moverme y solo mi cabeza podía girar un poco hacia los lados. Digo esto porque recuerdo que un gran dolor invadía todo mi ser: un dolor físico que se manifestaba como un desgarramiento quemante en el interior y un dolor de otra índole, como producto de la tristeza o de la melancolía. Lo señalo de esta manera a la distancia del recuerdo que, como todo recuerdo, se ha ido reconstruyendo y volviendo más intenso, porque en él mismo el yo que era yo no es reconocido como tal, ni ahora ni entonces.

En la confusión de ese recuerdo lo más vívido es la sensación de que lo quemante de mi cuerpo era enfriado por un liquido que corría de mis mejillas no vistas para perderse detrás de mis orejas no escuchadas. Eran lágrimas, lágrimas frías que emanaban de unos ojos muy abiertos lastimados por una intensa luz. Lágrimas que brotaban por una causa desconocida, por motivos ajenos y misteriosos que se complementaban con un grito terrible que incrementaba la terrible sensación y provocaba más lágrimas.

Y regresaré a la tierra. Hace un tiempo platique con mi madre, ahora anciana como la abuela, sobre ese recuerdo. Me miro con sus ojos pequeños rodeados de arrugas y ojeras con cierta inquietud.

No creo –dijo, que recuerdes eso. Eras un chiquillo de apenas unos meses. Un día estaba en la cocina echando las gordas y me espanto un grito muy fuerte, como de un animal aullando; salí corriendo y escuche nuevamente: eras tu chillando como si te estuvieran matando, abrí la puerta del cuarto porque te había dejado dormido envuelto muy apretado entre tus cobijitas. Todo el cuarto estaba oscuro  y tú seguías gritando. De pronto yo misma grite de espanto porque unos ojillos pequeños, abiertos como la boca del ojo de agua, se me presentaron. Aunque chiquitos eran de espanto, porque ellos mismos estaban llenos de agua, espanto y miedo; ¡eran tus ojitos!, que apenas eran iluminados por un rayo der luz que entraba desde el techo de entre unas tejas que se habían separado. Nunca vi tanto miedo, y nunca sentí tanto miedo, que te agarre y te llevé al otro cuarto que estaba también muy oscuro. Ahí te callaste y te dormiste tranquilo. en esa oscuridad en la que te deje.

Y regresaré a la tierra. Porque la oscuridad de ese alto cuarto sigue estando en mi, eso soy y ahí retornaré.

jueves, 11 de noviembre de 2021

EL NOMBRE

 EL NOMBRE

Nekromantik

Cada vez que me sueño en ese estrecho cuartucho el dedo pulgar de mi mano derecha se estremece con un dolor intenso que lo adormece. Y es que el cuerpo tiene sus propios recuerdos, que saltan a la vida de manera y contundente.

El dolor se extiende a la muñeca entera y hace que la presión de unas esposas metálicas me vuelva a la realidad. Llevo ya varios días, en realidad he perdido la cuenta de ellos, encerrado en ese estrecho y oscuro recinto que, en la misma oscuridad, se nota que jamás ha sido lavado y que apesta a dolor, a lágrimas, a excremento. La única y débil luz que llega es la que se filtra por debajo de la rendija de la puerta metálica, que se abre solamente, una vez ¿al día? para que alguien entre las sombras me entregue un remedo de comida, y para sacarme de ahí entre empujones y golpes, casi a rastras, para ser interrogado y torturado.

Pero debo reconocer que mi espíritu es fuerte, pues ni el tehuacanazo, ni los golpes, ni los pozolazos, han podido hacer que diga el nombre, los nombres, que me piden. De haberlo hecho, creo que ya estuviera enterrado en una fosa clandestina. Tal vez sea más bien el miedo a morir y no la fortaleza de espíritu lo que mantiene mi boca cerrada.

La traición es algo que siempre he considerado como el más repugnante y execrable de los actos humanos; representa el más abyecto egoísmo que no reconoce la condición bajo la cual se valora a otro ser; inclusive, el traidor se desconoce a sí mismo en el acto de traición, pues siempre se traiciona a sí mismo. Ese es un sentimiento fuerte que ha motivado muchas de las formas de mi ser. Pero, en fin, además de la traición la hipocresía, pues yo mismo estoy aquí porque me han traicionado.

Eso es lo que duele más. Por encima del dolor físico el dolor del alma. No puedo entender como aquel con quien compartí las cosas más profundas e intimas haya podido decir mi nombre para salvarse de unos golpes; su dolor bien podía haber sido pasajero, pero el dolor que me ha dejado es permanente.

El tiempo encerrado, entre interrogatorio e interrogatorio, me ha permitido pensar sobre esta situación. Paso de pensar en mí como un héroe de la causa que resiste todo a ser una víctima que cumple un destino inexorable que ha dictaminado que yo sea un traicionado.

Sin embargo, los recovecos de mi mente me han llevado a zonas internas que me enfrentan con otro tipo de seres y entidades que habitan en mí y me hacen sentir y pensar diferente.

Tal vez la traición sea un acto de redención; el traidor que puso mi nombre en la secuencia del destino ha cumplido también con su parte en el acto: el pronunciar mi nombre lo ha liberado y lo ha purgado de mi ser, de mi presencia, de mi mirada, pues siempre tendrá que borrar de sí mismo al acto y al sujeto, a mí. Liberarse de los vínculos y apegos que nos atan a otros y no nos dejan ser se tiene que realizar con actos puros de traición.

En este sentido, tal vez sea mejor purificarme a mi mismo en el acto liberador del pronunciar UN NOMBRE. Sólo uno y parte de mí se liberará y podré reconciliarme con las bestias internas que muerden mi conciencia y mis entrañas.

El dolor en el pulgar me vuelve a acosar. Ha sido el más intenso y prolongado, pues los que me trajeron nuevamente a la celda no quitaron (no sé si por olvido o por una forma nueva de tortura) las esposas y llevo con ellas apretando mis muñecas, a mis espaldas, desde lo que considero el día anterior.

Este sufrimiento me hace sentir como un animal encadenado, pues mis movimientos están limitados por la carencia de mis manos y el dolor mismo. Ese estado es desesperante y es el que ha hecho que haya más lágrimas que se confunden con la humedad maloliente del piso.

El nombre, un nombre, me puede liberar de esto. Debo ser traidor, debo traicionar para purificarme y vivir en el camino del olvido. El nombre, un nombre, lo diré cuando vengan otra vez por mi.

Ya se acercan los pasos, los oigo cada vez más fuerte. Grito, grito muchas veces el nombre y me libero: ¡maldito tú, maldito yo mismo!, ¡el nombre soy yo mismo! Me lo grito y me lo digo sin abrir la boca; mis labios sangran al ser mordidos por mis propios dientes cuando dos tipos me levantan por las manos esposadas. El dolor ha desaparecido, creo que podré vivir.

AFORISMOS SOBRE EL CUCHILO

 

AFORISMOS SOBRE EL ASESINATO CON CUCHILLO O  EL ARTE DE CORTAR LA CARNE PARA LIBERAR LA SUSTANCIA BELLAMENTE PUTREFACTA

Nekromantik

 

I

Que el hombre ha nacido muerto es una verdad incuestionable. El asunto es que el mismo hombre se engaña con la ilusión de la vida.

 

II

¡Ah. La carne! ¡La vil y apetecible carne! Cuántos hemos soñado entre ella y sobre ella las más oscuras perversiones. Lo único que evita el sueño es la realidad.

 

III

Todo cuerpo es carne y es sustento en el mundo en tanto se hace deseable para lo otro; el deseo lo forma y lo deforma, le quiere consumir en el acto más puro de destrucción.

 

IIII

El cuerpo es limite, contiene de manera firme la vida como la tierra contiene la muerte en sí misma. Pero la tierra permite salir el germen de la semilla hacia la nueva oscuridad.

 

V

Solo rasgando el tejido se asoma el ojo a lo que se esconde detrás; solo asomándose el ojo rasga el tejido para estar detrás.

 

VI

La mirada es como un cuchillo: penetra a través de la materia, de la carne, desgarra con agudo filo lo que, por naturaleza, no se desgarra, pues ello implica su nada.

 

 

 

VII

El cuchillo es el objeto más sublime creado por el hombre; el filo es la posibilidad de llegar en sí mismo a un punto minúsculo que contiene la potencia de transformación: cortar es generar sustancia que es en tanto que deja de ser.

 

VIII

Carne y cuchillo, sustancia y filo, en ello se debate el principio de la eternidad. Si la carne del hombre contiene la eternidad, su asunción depende de que tan filoso esté el cuchillo.

 

VIIII

Hay hombres que ven en su carne la eternidad gritando; su carne se hace la carne del otro para liberar la eternidad, la sustancia putrefacta que bellamente se posa en el filo del cuchillo.

 

X

Solo el asesino sabe que en su cuchillo esta el retorno: al cortar la carne mata, al matar libera y al liberar la oscuridad se hace eterna. El asesino apresura el eterno retorno.

 

XI

El asesino es el anómalo héroe de la humanidad; en su mirada transfigurada por la sangre se muestra la más prístina sustancia de lo humano, el deseo de infinito.

martes, 9 de noviembre de 2021

ANTE UNA TUMBA

 

ANTE UNA TUMBA

Nekromantik

 

Largo es el día en que los muertos nos reciben

largo es el camino que nuestros pies recorren

las lápidas hablan en lenguas desconocidas

porque el silencio se apodera de los sonidos

porque las pisadas ya no hacen eco

ya no tienen donde sostenerse

largo es el marcharse en abismos de destierro

largo es el espacio que separa nuestros cuerpos

miradas pétreas, de perros guardianes,

acechan los destinos bajo la sombra de los árboles

de aquellos que se nutren con la savia putrefacta

con el veneno de la carne que la diosa ha disuelto

con el néctar de la sangre que se ha coagulado

la que ya no corre más

la que ha mutado su esencia en la oscuridad del sepulcro

si hay flores son marchitas

llenas de tragedia y lágrimas

bendicen la tristeza y la angustia

consumen en su morir a la muerte

blanca mirada que aniquila

cálida presencia fría que incita al abismo

al contacto con la tierra

al penetrar en la tierra

descansa en paz

reposa en el seno de la Madre

vuelve a tu estado original

que ahí te encontraré 

y te amaré por vez primera

ahí recostada, sin pudor, sin dolor

con tu espalda consumida por las raíces

y mis manos de muerto tocan tu piel de estrella milenaria

suavemente entran en el interior de tu carne

sin tocarte tocan hasta tus huesos

y los acarician como un niño a su más preciado tesoro

fantasma que destruye la materia y revela lo oculto

y mis labios sin carne tocan tus labios

sin sentir los muerden como serpientes

como garras filosas se desangran en éxtasis de agonía

mis labios vacíos llenan tus espacios

beben los últimos instantes de tus visiones

leche amarga de tus pechos de virgen

sudor y saliva escondidos en tus entrañas

sal de tus ojos que se vuelve rosa disecada

mis ojos sin pupilas recorren tu silueta

acompañan a las sombras en su penetrarte

en su disgregarte

romper con la forma sutil de tus caderas

con la limpidez y mácula de tu propia contemplación

llevar tus limites a postreros rincones

hacerte una con miles de difuntos

y ahí, en la tumba,

te amé por vez primera

supe de tu carne y de tu aroma

aprendí a dejar tu imagen bajo la llama de la veladora

a perderte para siempre

sentí en mi muerte tu muerte

y el mundo se quebró en sus confines

para llevarnos a otro mundo

donde morir es vivir entre tu muerte

y vivir es ser tuyo para morir juntos

para lanzarnos juntos al deseo de nuestra libido 

al deseo eterno de la solitaria unión en la nada.

martes, 19 de octubre de 2021

ORACIÓN

 

ORACIÓN

Nekromantik

Sólo unos pocos hemos nacido de la tierra

mezclados con minerales

piedra molida, agua estancada y raíces

cubiertos por el aliento de los muertos

vivificados con los desechos

la sangre es de savia de roble y sabino

la estirpe es la cueva

sólo unos pocos hemos sido consagrados

por un rayo de la diosa luna

que marca la cara

que hace la piel negra

sus dedos cortaron el cordón

ella nos ha echado al mundo

para revivir antiguos ritos

que hermanan seres nocturnos

danzas en las sombras

cantos como aullidos

visiones de gato hipnotizado

la diosa nos acaricia

y sus labios tatúan heridas

que se abren para hacernos desolados

mudos fugitivos

en un mundo de palabras

pernoctadores de oráculos

desveladores de crímenes

ojos desorbitados frente a un espejo negro

porque la diosa es la fuerza

es la esencia de lo que no se ve

su luz engaña a todos

su vientre está preñado

pero está vuelto hacia la oscuridad

ahí gesta invisibles límites

medicinas parciales para quimeras

mensajes para ciegos profetas

sueños que hacen real al sol

su vientre negro carga todas las almas

las amamanta con leche de la muerte

las manda a recorrer las penumbras

sólo unos pocos las vemos

las percibimos bajando de los montes en la lluvia

gimiendo entre la maleza

moviendo las ondas de las aguas

dándole color oscuro a las plantas

adoleciendo a los mortales

traspasando nuestros cuerpos

cada una trae la casta de la luna

cada una es aliado y enemigo

milenarios vagabundos que han descendido

se aposentan en los templos

hacen hablar a las serpientes

dirigen la batalla entre los bosques

salen abruptamente por el cuello sacrificado

claman por  nuevos adeptos

presienten la traición de los condenados

gobiernan a los cavadores de tumbas 

están en los bordes de mi cornea

carcomen los huesos de los amantes

deliran con los extasiados

vomitan con los calumniados

copulan con la victima para engendrar su expiración

viajan lejos en cada paso

desvían  al abismo los caminos

protegen con delicadeza a los suicidas

viven de cada beso que no se ha dado

cada caricia de lujuria prohibida

moldean el destino en las manos

diosa luna llorando el llanto de unos pocos

sus almas se distinguen

porque unos descienden en la noche

y otros hemos sido generados

fuera de su fría matriz

en el seno húmedo de la tierra

con el semen femenino traído por sus manos

lágrimas de dolor que nos condenan

a ser prisioneros en la carne

cuando nuestra esencia es el vacío

por eso no tenemos corazón

porque no hay nada que impulsar

sólo necesitamos beber en ombligos vacuos

y morir en la mordida de nuestra madre

animales perdidos

que regresaremos a la trampa que se cierra

a la cueva para ser piedras con el tiempo

¡el maldito tiempo!

miércoles, 29 de septiembre de 2021

INSTRUMENTO METAFÍSICO

 


INSTRUMENTO METAFÍSICO

Nekromantik

 

La toma de conciencia de mi desintegración fue paulatina. Comenzó cuando sentí una oquedad en la parte trasera de mi cuerpo, a la altura de los riñones; fue una sensación de adelgazamiento corporal acompañada por una depresión mental que cargaba a cuestas sin darme cuenta clara de ello. Esa oquedad se fue extendiendo de una manera homogénea y lenta hacia las partes superiores e inferiores de mi ser. Sentí de pronto que cuando me sentaba los huesos, antes cubiertos por la carne de mis glúteos, tenían un contacto  seco y doloroso con la superficie donde se apoyaban. Lentamente me fui consumiendo, partiendo en dos, acrecentándose más y más mi depresión por creer que llegaría el momento que mis pies, junto con mi cabeza y lo que ella encierra, serían también devorados en este avance implacable.

Sin embargo, algo en mi quedaba intacto a pesar del avance de la nadificación de mi ser. Me di cuenta que, unido por unas fibras nerviosas muy sutiles a lo que restaba en mi cuerpo, mi pene se mantenía vivo y con todas sus propiedades inalteradas. La energía que abandonaba las otras partes de mi organismo se concentraba en este punto preciso y lo mantenía en un estado de erección constante. Pronto supe que mi esencia se preparaba en ese órgano para salir violentamente, inundando espacios internos, recónditos y oscuros, para apoderarse, con desesperación, de ellos.

Es perverso pensar en ello, pero se hizo evidente, y urgente reconocerlo, que en cada eyaculación algo de mí era transmitido a otro ser con la firme convicción de que poco a poco burlaría las leyes de la naturaleza y yo sería la conciencia de cada célula, de cada órgano y aparato, de cada neurona; yo dominaría ese cuerpo y esa voluntad con un torrente de semen.

Así es como comencé a ver mi oquedad en la materia de aquellos a quienes había penetrado en alguna forma. Sus voces eran mi reflejo, sus miradas tenían el brillo que desprenden mis ojos, su sudor era mi aroma que impregnaba los espacios vacíos del mundo. En ese mismo proceso, los cuerpos ajenos se desvanecían, se multiplicaban en llagas inefables que manifestaban una invisibilidad imposible pero real. Y es que mi esencia rebasaba con fuerza los límites de un cuerpo material: se escapaba, anhelante, para tratar de fundirse con la luz, con el aire, con el movimiento de las hojas de los árboles, con la soledad, la oscuridad, el silencio, la eternidad. En la fuga de la materia, mi ser consumía sexos y rostros, desvanecía órganos vitales, borraba imágenes y pensamientos: de cada poro de piel, en cada exhalación, en cada palabra y secreción, surgía yo como de un disfraz rasgado para ir en busca de nuevos elementos que tragar.

Me mire en los perros, los mundos posibles, en las lágrimas, en el excremento. Todo era yo, que retornaba a mí mismo como en un círculo corrompido, eterno retorno donde el ser que aniquila es aniquilado por su propia esencia hasta el punto de la casi total extinción. Tomé conciencia de que mi disolución no era otra cosa que una fusión con el universo, mi ser unido al SER universal en uno solo; yo soy el infinito contenido en esa serie de determinaciones que se han ido borrando poco a poco como una estatua de arena deshecha por el viento, confundiendo sus minúsculos granos con los objetos que toca.

Es por eso que ahora reconozco que mi disolución total, mi entrada al infinito, a la inconsciencia cósmica, es retrasada por ese maldito instrumento de penetración que aún conserva sus rasgos materiales. Por eso busco con ansiedad que sea devorado para siempre por un cálido orificio anal, un culo palpitante que lo deshaga en su interior y lo asimile como una parte de sí mismo para proyectarlo al vacío, a la eternidad, consumiendo ese nuevo cuerpo en un ciclo lúgubre que empieza donde termina.

viernes, 18 de junio de 2021

POST MORTEM

 

POST MORTEM

Nekromantik


La oscuridad se acentuaba porque no podía abrir los párpados. El rigor mortis se había extendido a la mandíbula, los músculos del cuello y el tronco de su cuerpo. Tuvo que pasar un largo rato para que el doloroso esfuerzo le permitiera entreabrir los ojos y distender los tendones faciales. Pero la oscuridad prevalecía. Como un  lento espasmo, la mano derecha se alzó y palpó su rostro: las costras de sangre no se habían desprendido totalmente, su frente tenía aún los pequeños montículos provocados por múltiples y profundos piquetes. Al tocarse el cuerpo, notó que empezaba a presentar los rasgos de una incipiente putrefacción producto de los agentes bacterianos que habían hinchado la piel.

Poco  a poco se incorporó y logró distinguir entre la oscuridad las sucias paredes de una habitación que servía como bodega de cosas tan variopintas como cajas con increíbles botellas de vidrio, atuendos de mujer extremadamente adornados y paquetes brillantes de cannabis, la hierba del desierto.

            La luz que se filtraba por la rendija de una desvencijada puerta de madera lo atrajo como polilla.

 Al abrir la puerta la visión obnubilada de un mundo estrafalario se le vino encima. Multitud de personas sucias y con rostros poco amigables bailaban apretujándose entre sí en un espacio tan pequeño que era imposible diferenciar cabalmente sus cuerpos. La luz multicolor le mareaba y una serie de olores nauseabundos, entre licor agrio, sudor, mierda y hierba quemada, lo sacudían haciendo que no prestara mucha atención en el rostro que se apareció frente a él.

Abrió grandes los ojos para verlo mejor; era, por decir algo, femenino, pues se alcanzaban a distinguir detrás de una capa de burda pintura cosmética una boca jugosa y unos ojos… raros, milenarios y profundos como los de un cordero.

-¡Vaya cruda! ¡hasta que se le dio la gana despertar al angelito!

Las palabras salieron tan violentamente de la jugosa boca que fueron un golpe que terminó por despertar su entumecido y cuasi putrefacto cuerpo.

Volvió a mirar los ojos y lo comprendió todo: era María de Magdala que venia a ser testigo de la Buena Nueva.

DE PLANTAS SAGRADAS

 

 

DE PLANTAS SAGRADAS O LA BÚSQUEDA DE LA VISIÓN COMO FORMA DE RE-CONOCER LA VERDADERA ESTRUCTURA DE LA REALIDAD


José Alfredo Ortiz Madrigal


Digo que hay que ser vidente, hacerse vidente. El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura; busca por sí mismo, agota en sí todos los venenos, para no quedarse sino con sus quintaesencias. Inefable tortura en la que necesita de toda la fe, de toda la fuerza sobrehumana, por la que se convierte entre todos en el enfermo grave, el gran criminal, el gran maldito, — ¡y el supremo Sabio! — ¡Porque alcanza lo desconocido! ¡Porque se ha cultivado el alma, ya rica, más que ningún otro! Alcanza lo desconocido y, aunque, enloquecido, acabara perdiendo la inteligencia de sus visiones, ¡no dejaría de haberlas visto! Que reviente saltando hacia cosas inauditas o innombrables: ya vendrán otros horribles trabajadores; empezarán a partir de los horizontes en que el otro se haya desplomado.

Arthur Rimbaud.

Segunda carta del vidente.


DE LA REALIDAD

El hombre se posiciona en la existencia; existe como ente que existe, simple y llanamente. Su existencia es un existir despojado de complejidades y vanaglorias, pues, a este primario nivel, existe como cualquier otro ente que existe. Ni más ni menos: no hay supremacía ni importancia, no hay distinción valorativa ni sentido trascendente que haga del hombre un ser distinto a cualquier otro. No es más que la piedra o la planta, ni que lo animado o lo inanimado. Todo está con-fundido, unido en la totalidad como una sustancia primordial que contiene dentro de sí la potencia de lo todo particular.

            Dentro de esta estructura fundante de la existencia, el ser humano se  constituye como tal por un proceso de especificación de cualidades que lo hacen ser lo que es. Las condiciones con las cuales el hombre existe lo determinan; los elementos básicos que permiten su peculiar existir son aquellos que lo constituyen en su talidad: es un ente común a otros entes pero distinto, al mismo tiempo, de esos otros entes. Como un tal ente, el hombre se distingue de todo lo otro y se constituye como un separado, como un distinto particularizado que sólo es semejante, ahora, a aquellos entes que poseen sus mismas cualidades. El hombre es ahora un ente frente a los otros semejantes y frente a los otros totalmente otros. 

            Lo que distingue al hombre de los otros totalmente otros es la manera en que se manifiesta en la existencia, los modos en los cuales se hace evidente su existir y su peculiaridad: su condición corpórea y su condición anímica. Con el  reconocimiento de estos dos estados, lo humano se define: el hombre es un ente-cosa que posee una estructura material y una inmaterial, una parte física y una parte trascendente. Lo humano emerge a partir de esta distinción dual primigenia. La cosa hombre es unidad y dualidad: uno en su concreción en la existencia, dos en la asimilación de sí mismo. 

             Al integrar su cosidad, el hombre cosifica a los otros, tanto en las similitudes consigo mismo como en las diferencias que se evidencian. Las cosas son, entonces, el entorno en que se desenvuelve lo humano. El mundo son las cosas, las cosas son la realidad. Cada cosa estará diferenciada de las otras cosas, pero, simultáneamente, estará referida al conjunto de cosas que poseen cualidades similares y que conforman las estructuras fundamentales de la realidad.

La forma en que el hombre se enfrenta con el mundo, con la realidad, es a partir de lo que lo constituye como la cosa que es: el cuerpo, en tanto ser vivo como otros,  y el alma. El cuerpo proporciona la base fundamental sobre la que se constituye la relación esencial con las cosas del mundo, la presencia de lo real físico frente al ente humano. La capacidad de relacionarse con los objetos físicos es permitida a partir de la sensibilidad, de una experiencia vital que lleva al reconocimiento primordial de la cosidad de lo existente. La vivencia de las cosas es inmediata en lo corpóreo, las cosas son porque están ahí, porque se ponen frente al cuerpo y lo modifican constantemente en sus estructuras tanto internas como externas. El hombre sólo es lo que es en un conjunto incontable de relaciones físicas con las otras cosas. El hombre es un cuerpo y la realidad es la relación con el conjunto de cosas al alcance y frente a él. Sin embargo, la configuración tradicional de los cinco sentidos queda desbordada por la complejidad de las formas en las que el cuerpo vivencia la relación con las  cosas. A  ellos se agregan la percepción térmica de lo frío y lo caliente; la percepción del dolor, de los estímulos nocivos; la percepción del equilibrio, del reposo y del movimiento; la de los movimientos de los músculos y tendones; la percepción interna del tiempo, del cambio; la percepción del campo magnético, de la energía que emanan los otros cuerpos. El mundo de lo corpóreo es vasto y permite al hombre distinguirse en su plena integración con el Todo Absoluto de la realidad.

Sin embargo, la relación con las cosas no es meramente físico-material. Las cualidades propias del hombre lo proyectan a establecer relaciones más allá de lo propiamente físico; relaciones que trascienden lo material y que configuran una manera peculiar de constituirse como un ente en el mundo. La captación sensible de la realidad se ve potenciada a una dimensión distinta cuando los procesos anímicos propios del hombre establecen niveles de relación que no se constituyen en la relación material tal cual, sino en la manera en que el alma humana recibe y  asimila aquello que su propio cuerpo enfrenta. La memoria, la imaginación y el intelecto permiten que las cosas se asimilen como algo que emerge de la mera captación material-sensible de las mismas: las cosas dejen de ser sólo cosas y se asumen como un algo, es decir, cobran sentido.

Pero este sentido, esta manera propia en que el hombre constituye su relación con las cosas, se establece a partir de un proceso en el cual se integran al propio ser humano las cosas de la realidad en un contexto marcado por el propio desarrollo de las capacidades significadoras del mismo. Es decir, que la realidad humana se constituye a partir de la manera en que los diferentes niveles de desarrollo de los estados anímicos constituyen, a su vez, diversos niveles de sentido de las cosas. Los niveles de sentido establecen estratos de la realidad diversos y se constituyen en el ámbito en el cual se configuran las relaciones básicas entre los componentes elementales de lo humano: lo corpóreo y lo anímico.

En general, la forma humana de enfrentar al mundo es una construcción de sentidos, una configuración colectiva que se impone a los entes individuales a partir del llamado proceso de formación humana que involucra, necesariamente, una valoración del  cuerpo y el alma.  Lo corpóreo  y lo anímico son aleccionados para funcionar de cierta manera y no de otra; para establecer ciertas relaciones físico-materiales con los otros cuerpos y ubicar el sentido de ellos en cierto estrato de la llamada realidad. En esa formación se ponderan ciertos aspectos considerados como de alta primacía para el ser humano desde el contexto en que se entiende este sentido en sí. Así, en determinados grupos humanos, lo primordial es la actividad anímica llamada pensamiento, mientras que en otros se considera como primordial la captación sensible, con todo lo que esto conlleva como consecuencias de este sistema valorativo.

            Al adquirir esos condicionamientos en que el ser humano se construye como lo que es, se constituye la percepción como filtro exclusivo de las cosas y como criterio de constitución de la realidad y su verdad. La percepción le permite al hombre capturar por completo las cosas para sí; estas se reciben en los sentidos y se establecen como sentido de las cosas en la conciencia. La realidad es la facultad de percepción desarrollada por el ser humano y ahí, sólo ahí, radica la verdad.

            Así se conforma la realidad para el hombre; solo en este marco de desarrollo de sus condiciones esenciales puede integrarse como un ser más que define desde su estructura interna la estructura externa. Pero esto trae consigo consecuencias que resultan ser un pago costoso a esa forma de ser del ser  humano. El establecimiento de los distintos niveles de sentido de lo real se efectúa a partir de un proceso de delimitación de lo Absoluto; aquello que, en un estado primario, era ilimitado, ahora se muestra al hombre como algo limitado en sí mismo, algo que se carga de múltiples cualidades que lo distinguen de lo otro. Los límites ontológicos de la realidad plantean la necesidad de que la percepción de la misma sea, asimismo, limitada en cuanto a sus capacidades. Solo hay lo que se puede vincular a los límites de lo perceptible: lo conocido y lo desconocido, pero cognoscible, se alzan como los garantes de lo real, como los únicos criterios para establecer la verdad de las cosas. Lo que es y lo que no es se reduce a la capacidad y posibilidad de ser percibido o no; el infinito se fragmenta y el mundo verdadero del hombre es sólo una pequeñísima parte de él: todo se reduce al terror a lo ilimitado, a lo infinito.


DE LA VERDAD 

φύσις κρύπτεσθαι φιλεῖ. Heráclito de Éfeso (123 DK) señalaba con estas palabras (“la naturaleza ama esconderse”) la forma en que se establece la relación entre el hombre y la realidad en sí misma. El esconderse de la naturaleza[1] tiene que ver con la manera en que el ser humano ha configurado su propia realidad, separándose de la estructura fundamental que es la fuente primigenia de todo lo real. En realidad, el hombre ha escondido la realidad, la ha enmascarado con su propia estructura y ha asumido que aquello que él ha puesto frente a sí mismo  como los estratos de sentido corresponde a la realidad en sí. Pero no es más que un artilugio que cubre por completo la infinitud de lo real con los límites de la percepción.

El hombre asume, entonces que la verdad se constituye como aquello que encaja dentro de las estructuras de lo real, de lo que es capaz de percibir, es decir, de dotar de sentido. La carencia de sentido, el sinsentido, es algo que no corresponde con la realidad, escapa a la verdad configurada como orden del mundo. No importa si el sentido es univoco o equivoco, lo verdadero tiene que ser algo en cualquiera de los mundos posibles. Sin embargo, el problema radica en la misma concepción de lo verdadero como aquello que posee sentido, pues el sentido lo aporta el hombre; luego entonces, la verdad es algo que sólo corresponde al hombre, será una facultad del hombre dada sus condiciones limitadas de enfrentarse a lo que llama mundo.

            Pero el mismo ser humano es testigo de que algo desborda los parámetros de su percepción educada, que está por encima de la construcción “mundo-realidad”. Algo que se muestra en momentos como vislumbres de otro estado distinto, ajeno, temible y terrorífico por lo desemejante. Visiones que rompen con las estructuras de la realidad y obligan al hombre a reconocer lo limitado de su percepción.

            A partir de este soslayo, el ser humano se ve obligado a reconocer que los criterios con los que asume la verdad no son absolutos, que frente a su verdad se alza algo que la sobrepasa y aniquila. Asume la existencia de una verdad  trascendente, absoluta, que supera las limitaciones propias de las estructuras humanas y se vislumbra como aquello a lo que apuntan sus actos cognitivos y su esfuerzo total.

            Desde esta perspectiva se pueden entender las posturas con que se ha tratado de llegar a esa verdad trascendente que supera las nociones más simples de verdad[2]. Siguiendo las pautas de los pensadores griegos de la antigüedad, que pueden extenderse al ámbito general del ser humano, podemos decir que las posturas en torno a la verdad trascendente se reducen a dos: alhqeia (des-ocultamiento) y apokaliyis (acción de descubrir).

            La primera de ellas se puede entender como una búsqueda que parte de la acción humana. Las capacidades corpóreo-anímicas se ponen en juego y, tras un esfuerzo riguroso, es posible despojar al hombre de las estructuras cognitivas que se le han impuesto en el proceso de su formación para que su percepción se limpie de los elementos con que se ha mediado y configurado. La percepción, educada en un contexto específico, amplía su marco de referencias y el hombre es capaz de percibir estructuras de la realidad que son ajenas al sentido ordinario de la realidad.

            El esfuerzo humano por des-ocultar la verdad implica, necesariamente, una reeducación de la percepción que lleve a una elevación del alma al reconocimiento de lo trascendente. El impulso a lo trascendente se torna, así, en una  ἄσκησις, una ascesis, en el doble sentido del término: como un ejercicio físico constante que lleve a una modificación de las estructuras corpóreas que permiten la sensibilidad, una forma distinta de relacionarse con los cuerpos del mundo, que los capte en un orden y en un nivel distintos; y un ascenso o elevación espiritual que se traduce como una manera distinta de dar sentido al mundo, un sentido que sobrepasa las limitaciones de los sentidos otorgados en el ámbito del sentido común. A esta última concepción de búsqueda de la verdad es a la que se refiere, en términos generales, el esfuerzo de la reflexión filosófica: Platón, Epicuro, los estoicos y otros, pretenden acercarse a lo trascendente a partir de actos humanos que encaminen tanto lo corpóreo como lo espiritual a la obtención de una visión de ello. Sin embargo, como los actos humanos encaminados a la visión de lo trascendente se limitan a las propias cualidades limitadas de los seres humanos, todo esfuerzo por llegar a esta visión estará constreñido en sí mismo y a lo más que se puede llegar es a reconocer la finitud de la verdad humana frente a la infinitud de la verdad trascendente. La filosofía es un esfuerzo humano que se envuelve en su propio círculo vicioso y llega a aceptar que sus verdades son nada frente a la verdad absoluta de lo trascendente: es la desconsolada historia de la docta ignorantia y del noumeno kantiano.

            Por otra parte, apokaliyis  denota una manera esencialmente distinta de asumir la compresión de la verdad. En principio, al aceptar la realidad trascendente, y la verdad trascendente con ello, el hombre acepta que las estructuras de esa realidad son cualitativamente distintas a las concebidas en el orden de su propia realidad; lo que existe en esa realidad trascendente es ajeno a todo poder de percepción ordinaria y a toda forma de pensamiento. Los antiguos mexicanos señalaban que ese nivel era yohualli-ehecatl (la noche, el viento) para señalar de alguna manera que lo que existe ahí es sin forma, sin delimitaciones, vacío (tal como en la noche más oscura se puede vivenciar la ausencia de lo conocido) e impalpable, imperceptible (como el aire, del cual sabemos su presencia pero lo sabemos sin forma o contenido); es decir a-sensitivo y a-pensable.

            Sin embargo, la realidad humana contiene dentro de sí misma una fractura, un quiebre ontológico, pues es innegable que en ciertas circunstancias esa realidad se detiene, se disuelve y se vislumbra el poder infinito de aquella que está detrás, se des-cubre y se muestra en toda su plenitud. La visión de esto es arrobadora y extática, eleva al espíritu a un nivel desconocido y le permite saber de lo infinito.  Este mostrar-se, des-cubrir-se, emana no de las acciones humanas, sino desde sí-misma y hacia la realidad mundana; esto implica, necesariamente, la consideración de que el des-cubrir-se de la realidad trascendente, de la verdad trascendente, es un acto volitivo, que hay una voluntad que mueve ese acto inmediato hacia esta realidad.

            Dios, dioses, espíritus, fuerzas, entes, descarnados. Nombres con los que el hombre intenta dar sentido, incorporar dentro de su realidad aquello que se presenta como ausente de todo sentido. La penetración de esto en el mundo humano supone un resquebrajamiento del mismo y una puesta en crisis del hombre mismo. Al enfrentar aquella verdad trascendente el ente humano pierde todas las cualidades que lo definen como tal: su cuerpo ya no funciona como de ordinario y su alma se diluye en el vacío de ese otro nivel, deja de ser un ser  humano. Por eso las visiones que se le presentan son devastadoras, comprensibles e incomunicables. El visionario al que se le muestra el des-cubrir-se de la realidad trascendente es un místico; extasiado contempla y su contemplar es un dejar de ser lo que es, es ser un infinito. El visionario no pide la revelación, se le da y ese dar-se de la verdad trascendente es un conocimiento absoluto, un estado de gracia que lleva consigo el mayor de los peligros para el hombre: dejar de ser.


DE LAS PLANTAS SAGRADAS

Frente al ver ordinario y los límites que, de manera inherente, condicionan, y condenan, al ser humano a esta realidad se abre una posibilidad de restitución de la verdadera esencia: la búsqueda de la visión,  la imploración de una visión (hanblecheyapi como decían los Sioux). Lograr una visión a partir de crear las condiciones que permitan el acceso de lo trascendente a este mundo. El hecho es cambiar la forma de la percepción y los estados anímicos, moverlos a niveles diferentes para percibir las cosas fuera de su sentido ordinario, en su pureza. Este acto de configuración de las condiciones propicias para la visión implica un dejar de ser lo que se es, un dejar de ser (aunque sea sólo por un momento) ser humano y ser uno con el todo, ser testigo del infinito y su verdad.

Dejar de ser lo que se es, es estar fuera de sí, es estar en éxtasis[3]. El éxtasis es el estado propicio para recibir la revelación, para ser testigo de la realidad trascendente. Entrar en éxtasis implica el despojarse paulatinamente de los sentidos corporales, de la sensibilidad ordinaria y de las capacidades comunes del pensamiento como formas de ser del alma. Los gimnosofistas que practicaban la meditación, por ejemplo, diseñaron técnicas de respiración que, paulatinamente iban nulificando las sensaciones y el pensamiento hasta el grado de un abandono de sí absoluto. En el mismo sentido, el estar fuera de sí puede entenderse como un entusiasmo[4], pues al alejarse de sí, se permite la llegada de fuerzas, espíritus, dioses o entidades que no corresponden precisamente a los entes de la existencia inmediata sino a presencias provenientes de la realidad trascendente.

 Los antiguos mexicanos buscaban el estado de yolteótl (corazón endiosado) a partir de los cantos sagrados. El chamán siberiano llamaba su estado extático “el vuelo” (aludiendo al despegar-se de este nivel de la realidad). El medicine man de las tribus norteamericanas logra la visión solo cuando es poseído por los espíritus.  Y así se pueden enumerar diversas formas en las que se pretende llegar al éxtasis para recibir la visión; todas ellas se basan en la búsqueda de nuevas formas de la percepción, de encontrar un sentido distinto al mundo, un sentido ajeno a lo humano, detener el recorrido de la experiencia  espacio temporal, detener el orden ordinario del mundo que muestra la última verdad, aquella que no se revela sino sólo a través de visiones ajenas, incapaces de decirse con un lenguaje ordinario.

Esta búsqueda de la visión ha llevado al hombre a salir de sus propios límites y aventurarse en el reconocimiento de otros seres de la existencia que poseen cualidades en sí mismas que, en unión con la esencia humana, permiten el éxtasis, la creación de estados de percepción y estados de alma abiertos que posibilitan el acceso a los seres de la otra realidad a su interior: las plantas sagradas.

Desde tiempos inmemoriales, el hombre ha recorrido la tierra en busca de las diversas plantas sagradas que le permitan acercarse a la visión de la realidad  trascendente. Cada una de ellas permite, a su manera, que el ser humano logre desprenderse de los límites que su propia condición le impone, diluirse en estados de arrebato para implorar a los seres del otro mundo le otorguen la visión. Desde las estepas siberianas hasta las selvas amazónicas, desde la milenaria India hasta los bosques de los druidas y los rituales curativos de los chamanes mazatecos de la Sierra de Oaxaca, las plantas sagradas se reconocen como aliados y guías en el camino de la búsqueda de la verdad. Son seres que poseen sus propias condiciones en la existencia, pero que al interior de su esencia están en dos planos distintos: toda planta echa sus raíces al inframundo y se eleva hacia los cielos, conecta la oscuridad de la tierra con la luz del mundo, la humedad fría del subsuelo con el calor del sol, la vida con la muerte. Cada planta es la unión de las dimensiones que constituyen la verdad absoluta: lo visible con lo invisible, lo presente y lo ausente, la materia y el vacío, el saber y el no-saber.

Cuando se contempla una planta, se observa sólo la parte visible, la parte que sobresale de la tierra, pero, al mismo tiempo, se tiene la visión de lo que está oculto: su raíz y todo lo que está por debajo se presenta como un saber sin saber, está pero no está, se revela el misterio de su presencia en el mundo. La planta es guía porque nos indica y hace visible lo invisible, lo que configura las verdaderas esencias de las cosas, lo trascendente. Las plantas son sagradas porque hacen esto a voluntad, son seres corpóreos cuya alma está conectada con la realidad trascendente; tienen una personalidad propia que conduce a la fuga del ser en el éxtasis de diversas maneras: cada una de ellas tiende un puente distinto entre el ser humano y el mundo de los espíritus, cada una de ellas es un aliado y un maestro distinto; pero todas llevan a la visión, colocan al alma y al cuerpo en posibilidad de su propia disolución, los encaminan de regreso a lo infinito indeterminado, a ser con todo en el Todo, uno en la Unidad Absoluta.

Ya sea el peyotl, el teonanacatl, la amanita, la ayahuasca, la mandrágora, el ololiuhqui o el toloatzin, todas ellas, y otras tantas, pertenecen al reino de lo misterioso, llevan al hombre a los umbrales de su propia conciencia y le permiten llegar a la cortina de abalorios con que se presenta esta realidad. Indican el camino, son el camino para postrarse frente a los poderes de los descarnados y ser testigos de la Verdad. Abren el cuerpo y lo desintegran en miles de partículas capaces de percepción todas, diluyen el alma en el lago profundo del sinsentido; permiten que nuevos sonidos, colores, imágenes, cubran el espacio antes limitado y ahora infinito. La visión de ello, la beatifica visión, rasga la cortina y jala al no-hombre, al visionario, hacia el mundo de Dios, que habla sin voz, que dice sin palabras, pues su voz es el silencio y su decir es el vacío. Es el retorno a la verdad, morir y nacer nuevamente, saber para no-saber. Las plantas sagradas son los descarnados.

 

 

 

 

 

 



[1] Entendida esta como el principio generativo de la realidad. En este sentido, podemos decir que el término hace referencia a aquello que se presenta, que emerge en la existencia, independientemente del sentido que se le pueda dar. Este sentido es lo que, filosóficamente hablando, constituye la “naturaleza” de las cosas, entendiendo ahora el término como aquello que es esencial a un conjunto de entes para poder aglutinarlos en categorías conceptuales. Tenemos, así, que el hombre es un ente natural (en tanto que emerge en la existencia) y que su naturaleza es ser corpóreo y anímico.

[2] Tratase de las nociones de verdad como adecuación, como interpretación, como consenso y algunas otras que han surgido a lo largo del tiempo, pero que se limitan al campo de lo propiamente humano. Es decir, nociones de la verdad humana, no de la verdad trascendente.

[3] έκ-στασις (acción de estar fuera de sí).

[4] enqousiasmos (tener a dios dentro de sí).