ESTA BALA ES PARA TI
Nekromantik
—¡¡¡Pelotón!!!
¡¡¡Preparen!!!
A
esa orden del sargento, el cabo Justino Valerio corrió el cerrojo de su Mauser
98.
Después de la batalla de Zináparo, su
unidad había capturado a una docena de rebeldes cristeros, todos ellos gente de
los poblados cercanos a La Piedad. Él mismo era originario de Ziquítaro, uno de
esos pueblos, y por eso mismo los prisioneros se le hacían cercanos.
A lo largo de la mañana ya se había procedido al fusilamiento de cuatro cristeros con el recurso militar de traición a la Patria y sedición. A ninguno de ellos se les leyó ni declaró la sentencia del apurado consejo militar que se formó entre los mandos la noche anterior, presurosos para terminar con el asunto y continuar con la borrachera de festejo. Simplemente, se les sacó del cuartucho de la casa que se tomó como cuartel y se les llevó a las caballerizas, en la parte de atrás, y recargados en la pared, uno a uno fueron pasados por las armas mientras gritaban ¡Viva Cristo Rey!.
Ahora le tocaba al grupo de Justino
ejecutar la sentencia con un hombre que, según escuchó, no quiso que le
vendaran los ojos.
—¡¡¡Apunten!!!
El sargento alzó la ya oxidada
espada. Justino se colocó la Mauser en el hombro y se acomodó la culata para
que el golpe del disparo aminorara. Cerró el ojo derecho y con el izquierdo
bien abierto miró a lo largo del cañón por detrás de la mira.
Casi suelta el rifle y se va de espaldas
cuando logró enfocar al hombre que estaba frente al pelotón. Su pecho erguido
con orgullo portaba un escapulario del Sagrado Corazón que, él sabía, del otro
lado tenía a san Francisco de Asís; era como el que él tenía guardado entre su
mochila de campaña, oculto para que ninguno de sus compañeros lo descubriera.
El rostro del hombre presentaba un aspecto
de cansancio, su barba ya canosa estaba descuidada y el polvo que se le había
pegado lo hacían ver más viejo. Los ojos brillaban con una suerte de entre
amargura y furia. Esos ojos eran bien conocidos por Justino: eran los de
Tiburcio Valerio, su padre.
Justino comprendió que no tenía que hacer
ningún gesto que delatara su posición pues corría el peligro de ser considerado
como traidor al Ejercito. Pero, ¡maldita sea!, pareciera que su padre no lo
había reconocido, o no había querido hacerlo. Podía romper con todo y salir
corriendo a sacar a su padre de ese trance y, aunque los acribillaran a los
dos, estar con él en ese último momento. O podía disparar e intentar pegarle a
la pared para que su bala no penetrara el cuerpo de su progenitor y así no ser partícipe
de aquello y no sentir culpa por su muerte.
No sabía qué hacer, pero tenía que hacer
algo. Al fin y al cabo, el destino los había puesto a los dos, por caminos
diferentes, en ese mismo sitio y cada quien tenía que asumir su
responsabilidad.
—¡¡Ay, ay!! ¡Tiburcio, padre mío! Musitó
muy quedo el cabo Justino.
—¡¡¡Fuego!!!
La oxidada espada del sargento cayo
y al mismo tiempo, el cabo Justino apretó el gatillo; mientras, detrás de la
mira del rifle, los ojos de su padre lo miraban fijamente.
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