domingo, 21 de mayo de 2023

ESTA BALA ES PARA TI

 

ESTA BALA ES PARA TI

Nekromantik


—¡¡¡Pelotón!!! ¡¡¡Preparen!!!

A esa orden del sargento, el cabo Justino Valerio corrió el cerrojo de su Mauser 98.

Después de la batalla de Zináparo, su unidad había capturado a una docena de rebeldes cristeros, todos ellos gente de los poblados cercanos a La Piedad. Él mismo era originario de Ziquítaro, uno de esos pueblos, y por eso mismo los prisioneros se le hacían cercanos.

            A lo largo de la mañana ya se había procedido al fusilamiento de cuatro cristeros con el recurso militar de traición a la Patria y sedición. A ninguno de ellos se les leyó ni declaró la sentencia del apurado consejo militar que se formó entre los mandos la noche anterior, presurosos para terminar con el asunto y continuar con la borrachera de festejo. Simplemente, se les sacó del cuartucho de la casa que se tomó como cuartel y se les llevó a las caballerizas, en la parte de atrás, y recargados en la pared, uno a uno fueron pasados por las armas mientras gritaban ¡Viva Cristo Rey!.

Ahora le tocaba al grupo de Justino ejecutar la sentencia con un hombre que, según escuchó, no quiso que le vendaran los ojos.

—¡¡¡Apunten!!!

            El sargento alzó la ya oxidada espada. Justino se colocó la Mauser en el hombro y se acomodó la culata para que el golpe del disparo aminorara. Cerró el ojo derecho y con el izquierdo bien abierto miró a lo largo del cañón por detrás de la mira.

Casi suelta el rifle y se va de espaldas cuando logró enfocar al hombre que estaba frente al pelotón. Su pecho erguido con orgullo portaba un escapulario del Sagrado Corazón que, él sabía, del otro lado tenía a san Francisco de Asís; era como el que él tenía guardado entre su mochila de campaña, oculto para que ninguno de sus compañeros lo descubriera.

El rostro del hombre presentaba un aspecto de cansancio, su barba ya canosa estaba descuidada y el polvo que se le había pegado lo hacían ver más viejo. Los ojos brillaban con una suerte de entre amargura y furia. Esos ojos eran bien conocidos por Justino: eran los de Tiburcio Valerio, su padre.

Justino comprendió que no tenía que hacer ningún gesto que delatara su posición pues corría el peligro de ser considerado como traidor al Ejercito. Pero, ¡maldita sea!, pareciera que su padre no lo había reconocido, o no había querido hacerlo. Podía romper con todo y salir corriendo a sacar a su padre de ese trance y, aunque los acribillaran a los dos, estar con él en ese último momento. O podía disparar e intentar pegarle a la pared para que su bala no penetrara el cuerpo de su progenitor y así no ser partícipe de aquello y no sentir culpa por su muerte.

No sabía qué hacer, pero tenía que hacer algo. Al fin y al cabo, el destino los había puesto a los dos, por caminos diferentes, en ese mismo sitio y cada quien tenía que asumir su responsabilidad.

—¡¡Ay, ay!! ¡Tiburcio, padre mío! Musitó muy quedo el cabo Justino.

¡¡¡Fuego!!!

            La oxidada espada del sargento cayo y al mismo tiempo, el cabo Justino apretó el gatillo; mientras, detrás de la mira del rifle, los ojos de su padre lo miraban fijamente.

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