viernes, 26 de julio de 2019

Lo religioso como estructura del pensamiento: acercamiento filosófico al proceso de configuración del hombre y del mundo sagrado




La filosofía contemporánea se estructura como una forma del pensamiento que da cuenta de los problemas más arduos y complejos de la realidad. A este acto del pensar se le pueden imputar todos los reproches que se elaboran desde parámetros correspondientes a otros ámbitos del mismo pensamiento: que se ajena de la realidad concreta y de los problemas más inmediatos de los individuos; que sus abstracciones intelectuales solo complican más el enmarañado mundo de las significaciones; que los que se dedican a ello se vuelcan a un nivel de comprensión que raya en la locura y la incomprensión; en fin, los reproches se diversifican y generan una imagen de la filosofía por demás negativa y caricaturizada. Sin embargo, lo que no se puede negar ni cuestionar sin más es el hecho de que el filosofar es una forma de ser del ser humano, una manera de estar y relacionarse con la realidad. Si bien la filosofía, la capacidad de filosofar, se aposenta como atributo o potencia (facultad) del hombre, es necesario reconocer que como tal es una actividad o despliegue del pensamiento que necesita desarrollarse y consolidarse en las formas de pensar del mismo hombre. La aseveración de Gramsci (y de otros más)  de que todos los hombres son filósofos es totalmente ingenua si se considera que el simple hecho de pensar lleva como consecuencia lógica el hecho de filosofar. Descartes (2014), el considerado padre de la filosofía moderna, aclara en el Discurso del Método (p. 101):
El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que aun los más descontentadizos respecto a cualquier otra cosa no suelen apetecer más del que ya tienen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen, sino que más bien esto demuestra que la facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino tan sólo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes y no consideramos las mismas cosas. No basta, en efecto, tener el ingenio bueno; lo principal es aplicarlo bien.
Así, todos pensamos, pero no todos lo hacemos de la misma manera. De hecho, filosofar requiere un orden específico diferente a cualquier orden de pensamiento propio también del ser humano. Filosofar es pensar ordenadamente desde la particularidad de lente pensante. Esto es a lo que los griegos llamaron logos y los latinos ratio, y que el desarrollo ulterior del pensamiento filosófico ha ponderado como atributo sine qua non de la propia filosofía; llegando a extremos lamentables a lo largo de la Historia de la Filosofía, y con mayor énfasis en la llamada Filosofía Moderna; en donde se asume que cualquier otra forma de estructurar el pensamiento no sólo no es filosófica, sino que se considera como despreciable y carente de validez como estructura cognitiva de la realidad.
Esto anterior es lo que acaece en el ámbito de la Filosofía Contemporánea (entendida como un proceso de pensamiento racional y comprensivo de la realidad) cuando se enfrenta al pensamiento religioso. Como los marcos estructurales de lo religioso no pueden reducirse cabalmente a aspectos meramente racionales que pone como condición el pensamiento filosófico, se suele negar un valor explicativo validado por los propios cánones de la filosofía. Lo que se llega a decir, en este contexto, es que lo religioso corresponde a una infraestructura del pensamiento que sienta sus bases en los elementos más primarios que, por lo mismo, no aporta en definitiva una forma de comprensión de la realidad acorde con los principios de la razón lógica. Pero, a pesar de ello, la filosofía se ocupa, aunque tangencialmente, de lo religioso a través de la llamada Filosofía de la Religión. ¿Cómo se constituye este hibrido que encierra en su propia definición una contradicción aparente, pues los principios que del pensamiento de los cuales emanan cada una de estas formas es evidentemente distinto y contrapuesto? En otras palabras, ¿es posible, y en qué medida y bajo qué condiciones, hacer filosofía (pensar filosóficamente) de la religión (pensamiento filosófico), utilizar la razón para comprender las formas en las que se despliega el pensamiento filosófico? ¿O es necesario revalorar y redefinir ambas estructuras para marcar las distinciones epistémicas y explicativas que poseen cada una y, en esa medida, valorar de otra manera el pensamiento religioso y darle un sentido más cercano a sus propios principios que nos lleve a reconocer el él la base sólida de la constitución de lo humano y del mundo? A esto se referirán las breves líneas que constituyen el trabajo presente.

      1.  Planteamiento del problema en términos del ser del hombre como principio de relación.
     
La existencia del ser humano está determinada por las condiciones que le impone su propia forma de estar en la existencia misma. Es un ente complejo que, en primera instancia, se objetiva en su estancia dentro del existir a partir de los fundamentos materiales que lo constituyen en el grado más elemental de la extensión corporal que lo compone. El cuerpo y la corporeidad se establecen como el primigenio fundamento de su presencia en la existencia. En el más pleno sentido de la necesidad, el cuerpo posiciona en la dimensión de lo real al ente particular que se distingue de lo otro a partir de las dimensiones espacio-temporales que constituyen la efectiva presencia del cuerpo como cosa en y dentro del conjunto de lo existente. Lo particular de esta existencia solo puede ser dado en función de estas determinaciones causales: el cuerpo es presencia solo si es ubicado en su materialidad en un sitio y en un momento precisos; fuera de ellos, el ente humano se pierde en la masa confusa de lo informe material.
Lo corpóreo-material en su particularidad se configura como una unidad en sí que se distingue de otras estructuras unitarias a partir, precisamente, de su unidad. Sin embargo, tal unidad es una forma de presentarse, de comparecer en la existencia, pues está integrada por una diversidad de elementos diferentes en sí mismos que se interrelacionan de tal manera que sus relaciones son sustanciales para constituir el cuerpo particular que se diferencia de lo otro. Entonces, el cuerpo es un conjunto diverso de elementos otros que se unifican en un todo para constituirse como un otro frente a lo otro.
     En este sentido, se puede decir que lo corpóreo-material determina la existencia en función de una relación dialéctica consigo mismo y con lo que le rodea: solo existe en la medida en que existe lo otro corpóreo-material que se le opone como su no ser en tanto extensión espacio-temporal. De esta manera, el cuerpo como sustrato primigenio del existir solo es objeto en tanto que su ser está determinado por la distinción con los otros objetos, con lo que no es él mismo como materia corporal. Hay ahí un primer posicionamiento del ente en la existencia a partir de la distinción ontológica en el grado más esencial: un cuerpo es diferente, y precisamente por eso es cuerpo, de lo otro en la medida en que los elementos que lo constituyen son diferentes entre sí y conforman un todo que, asimismo, es diferente de cualquier otra configuración unitaria de elementos materiales diversos.
Establecemos así el primer estamento relacional en la constitución de lo humano. Una doble relación en el sentido de la unificación especifica de los elementos distintos que constituyen el cuerpo y  la diferencia estructural de la unidad con otras unidades múltiples. El cuerpo es posicionamiento material, posición es identificación de las peculiaridades de lo posicionado, y la peculiaridad solo es en la distinción, en la relación material del objeto con los otros objetos.

2. El cuerpo y sus relaciones externas como primera forma de ser del hombre.

Es evidente en esta reflexión que el cuerpo es el sustrato fundamental de lo humano. Pero es necesario avanzar hacia lo propio del hombre a partir de la distinción de su objetividad material con los otros objetos. El cuerpo es, sin más ni más, un objeto entre otros objetos; pero no es sólo un “entre”, pues su inclusión en la materia diferenciada de los objetos se da de una manera singular: su estar entre los objetos no es un mero estar entre, es un estar entre y frente a los propios objetos. Esto quiere decir que si existe una distinción existencial entre los objetos en sus condiciones particulares de unidades múltiples,  existe también, y en sentido esencial, una distinción entre el objeto cuerpo-humano de y los otros objetos que emana desde la interioridad del mismo y que le permite establecer una nueva dimensión en la relación con lo otro.
         Para poder concebir la existencia de una interioridad se tiene que partir, en principio, de la evidencia del recorrido de lo exterior hacia el interior del objeto. El cuerpo humano no solo está entre los objetos, sino que en su estar participa de ellos en tanto que las formas estructurales que lo conforman permiten un proceso de aprehensión interna de aquellos otros objetos con los que se enfrenta.  La sensibilidad humana es un pathos primario en tanto que la forma en que los objetos externos se le presentan son una afección; es decir que la forma en que los cuerpos externos se enfrentan al cuerpo humano le provocan un estado dinámico de estímulos que alteran sustancialmente el orden interno del propio cuerpo. La sensibilidad (es decir, la relación material con los objetos materiales) provoca un desequilibrio permanente en las estructuras internas del cuerpo. El tocar, ver, u oír alteran en la propia materialidad los  estados espacio-temporales de las estructuras internas: es un proceso en el cual se estableces nuevas formas de relación interna entre los elementos que constituyen al cuerpo. Literalmente, la sensibilidad interioriza el cumulo de materia que se presenta al alcance del cuerpo; el cuerpo se vuelve así hacia sí mismo y se expande al perder su ser particular primigenio y ser ahora el todo-otro en su interior. El hombre, en este estado primordial es uno y todo, es interioridad plena que se llena de los objetos sin una distinción esencial: es uno con Todo, el Todo en el Uno. Experiencia perinatal que es estado primordial de comunión acogedora en la existencia: el cuerpo sensible es la existencia misma en su plenitud, es el absoluto del ser indeterminado. El paraíso donde el ente particular es infinito en su dimensionalidad; el espacio-tiempo es él mismo y por eso es atemporal y aespacial, pues su interioridad absorbe las distinciones existenciales de los objetos.
         A partir de la sensibilidad corporal emerge un nivel distinto de la relación; ahora esta se establece al interior y se determina como la capacidad de aprehender lo externo y hacerlo uno con la propia unidad. Todo es en ello, la diversidad se anula al interior, es el Ser Absoluto vuelto hacia la Nada, es Dios en el infinito de su propio interior.

3. El pensamiento como proyección hacia lo externo, desgarramiento del ser y estado de caída del hombre.

El estado paradisiaco de Unidad con el Todo, que Nietzsche celebra en el capítulo Uno de El Nacimiento de la Tragedia  como feliz retorno del hombre a él a partir del estado dionisiaco, permanece como un trasfondo primigenio que configurará en el hombre las intuiciones de infinito, de eternidad y de nada. Pero, al igual que en el mito bíblico del Génesis, ese ente cuasi divino en su presencia en la existencia es arrojado a otro entorno, a otro nivel, es condenado a salir de si, de su Unidad absoluta y proyectarse al exterior en un desgarre sustancial que lo distinguirá de ese Todo desde sí mismo y desde su interior. Principium individuationis que separa y desgarra al ser eterno-infinito en los límites del yo.
   La aprehensión sensible genera en el cuerpo humano estructuras nuevas que permiten una relación diferente con lo externo. La imaginación y la memoria son la huella, la impronta que deja lo corpóreo-material externo al interior de sí mismo. A partir de ellas puede recrear, resonar, dentro de sí mismo aquello que el cuerpo puede retener con sus diferentes elementos de los objetos: colores, olores, sonidos, texturas; todo esto tiene un fondo en la estructura somática de lo existente, pues los sentidos son afectados a partir de la relación especifica de una estructura corporal con su correspondiente material en el objeto. El ojo ve solo lo visible, el oído solo oye lo audible; el ojo no oye ni el oído ve.
  Pero lo visible y lo audible de los objetos externos se constituye al interior del cuerpo humano como una impresión que perdura y se almacena. Las imágenes sensibles reaparecen en la memoria corporal y permiten una anticipación al en sí de los objetos externos en la medida en que tales imágenes sensibles se relacionan al interior con el objeto captado en su inmediatez; se opera un proceso que, en y a través de la relación mencionada, configura una imagen mediada del objeto que ya no será el objeto sensible en sí mismo, sino el objeto de la imagen interna que se amplia y complementa con lo recibido en la sensación inmediata.
  Esta nueva relación, producto de un proceso de abstracción primera e inmediata, configura la intuición intelectual del objeto externo. La cosa aquella cobra un sentido en tanto la intuición intelectual puede pasar de la inmediatez de la sensación a la relación general entre las imágenes internas para obtener lo común que hay entre eso objetos externos. Esta es la primera forma del pensamiento.
  Al mostrarse en el hombre esta nueva forma de relación con lo existente, emerge un ser distinto en tanto que puede recrear los objetos a partir de sí mismo y constituir una realidad diferente y diferenciada: la realidad de las abstracciones del pensamiento. Al pensar a los objetos, el hombre se separa de ellos, se escinde de aquel entorno de comunión con el Todo y se constituye como el ser que tiene la primacía de determinabilidad: los objetos externos se determinan, se delimitan de la nada en la medida en que el entendimiento limita la infinitud externa y especifica lo material en función de lo intelectual. Asimismo, el propio ser que determina es determinado, pues también es objeto de esa limitación que define a lo interno como una estructura unitaria frente a la pluralidad de objetos en el exterior existente. El ego es producto de un proceso de limitación, de marcar los confines de lo existente en la finitud del mismo proceso.
  El ego humano se proyecta a la existencia y crea los objetos, la realidad en el proceso de definición de sí mismo. El conjunto de las los objetos se hace su propio entorno, su hogar, y en él y desde él pretende generar nuevas relaciones, que ya no serán propias de los objetos en sí, sino de los objetos del intelecto. ¿Cómo sale de sí mismo el hombre y conforma lo externo a partir de la separación de él mismo de aquello externo?
  El interior intelectual mantiene sus objetos estáticos y permanentes; tiene que ser de esa manera para que pueda existir una relación adecuada con las estructuras asimiladas y lo captado en la inmediatez. Por eso el intelecto ofrece un primer estado de confort al mantener en la permanencia dela determinación a los objetos. Pero la relación entre ese objeto intelectual estático y lo que se presenta en la inmediatez de la relación corporal con lo existente es compleja y muestra un grado enorme de desajuste y desequilibrio relacional. La existencia no es algo fijo, es algo que está en perpetuo dinamismo y cambio; el objeto abstracto difícilmente se acopla con aquello que se muestra siempre diferente: la determinabilidad operada por el ego paga su precio; las cosas no son, devienen, tránsito permanente del ser al no ser, del límite a lo ilimitado, del objeto al vació. El pensamiento trae consigo el terror primigenio de la soledad de sí mismo: el ego que distingue las cosas pierde su estructura y se ciega en el dinamismo de la existencia, las cosas se diluyen en su más primaria inmediatez.
  Emerge la urgente necesidad de detener el movimiento, de fijar las cosas, de hacer que permanezcan como una unidad espacio temporal que devuelva el confort de la relación con el exterior. Pero el ego se ha aislado de los objetos, su comunidad originaria se ha fragmentado y no puede volver más a esa Unidad con lo Absoluto. Tiene que buscar una nueva comunidad, crear una nueva relación que permita enmascarar la soledad ontológica en la fijación de la existencia. Esa nueva comunión se hará posible en el lenguaje.

4.  El lenguaje como estructura fundamental del ser humano que lo separa y lo arroja a un estado ilusorio de certeza y de desamparo.

De esta manera, el intelecto que ha constituido un mundo interno de objetos fijos tiene que asimilar la estructura mutable de la existencia misma: tiene que discurrir; es decir, pasar de un estado intelectual a otro. Tiene que moverse, ser discurso. La verdad inmediata que aporta la intuición se cubre con una forma artificiosa, pues tiene esta su origen no en el ser en sí mismo, sino en un acto obligado de ajustarse a la dinámica de la existencia. En esa nueva forma, los objetos de la existencia se fijan y permanecen como unidad idéntica a través del espacio y el tiempo: el lenguaje suprime lo infinito y lo eterno en aras de la posibilidad del hombre de constituir un entorno propio. El mundo del hombre es el mundo de su lenguaje.
Ahora existe la posibilidad de recrear las cosas no solo al interior, sino al exterior mismo. El hombre pone las cosas en el mundo en el decir de ellas, al nombrarlas les da existencia. Su decir, su palabra, se vuelve el principio ordenador que detiene el caos vertiginoso de la physis y proyecta por sobre ella un mundo que se asume como la verdad en sí, como lo real. Por eso en el lenguaje, las cosas cobran sentido en tanto permiten este acto fundante, son pragmata, en el entendido de que van a ser lo que son en función de este principio de acto de fijación, son hechas o han sido hechas por y en el lenguaje.
El lenguaje es, entonces, la estructura esencial que define el modo de ser del ser humano. En él y a partir de él se aposenta y se apodera de la existencia. A partir de él se define lo existente y lo no existente. Sin embargo, este modo de ser, dado el mismo carácter de su origen en el enfrentamiento con la multiplicidad de lo existente, se muestra a su vez como algo múltiple también. Y es que en el acto constitutivo del discurso se constituyen relaciones y formas diferentes que permiten, también, relaciones y sentidos diferentes con la realidad.
         Señalaremos aquí las formas en las que se estructura el lenguaje o pensamiento racional y el lenguaje o pensamiento religioso. En primer término, pero en orden genético inverso, el orden del pensamiento que se configura como acto designativo, nominativo. Mediante este acto se establecen cualidades que se proyectan a la realidad y configuran el mundo de las cosas; la palabra se constituye aquí como concepto, en donde el nombre (onoma) nomina, designa las cualidades propias atribuidas de lo nombrado (sema). Es en este sentido que el discurso designativo fija y ordena los objetos de la existencia y los vuelve cosas reales, o sea, existentes en y para el mundo del hombre. A través de él, el hombre establece una comunión con sus semejantes, pues las estructuras del discurso conceptual permiten generar un mundo común de cosas que se constituyen como un algo dotado de cualidades comunes que borran de tajo la dolorosa experiencia de lo múltiple y cambiante. Este es el lenguaje del ser en tanto entidad intelectual metafísica que trasciende la pluralidad y conjunta lo diverso en lo absoluto categorialmente lógico.
         A partir de esta estructura lingüístico-discursiva es que el hombre se siente con la capacidad de constituir un sentido univoco a la realidad y generar explicaciones y descripciones de la misma que se generan en el marco de sus propios principios designadores.  El pensamiento científico y el filosófico basan su verdad en esta forma discursiva. Se generan categorías de orden cualitativo que permiten nominar y confirmar la supuesta realidad existencial de las cosas a partir de las estructuras abstractas que se superponen al fondo profundo de la cosa en sí.
         El peligro de esto, y se hace evidente en el desarrollo de la filosofía y la ciencia como formas de este pensamiento, radica en asumir que, efectivamente, esta capacidad designativa del orden conceptual del pensamiento sea efectivamente el objeto como tal (el noumeno) y no sólo una forma de relacionarse con lo existente. Tanto la ciencia como la filosofía asumen que los objetos reales son tal y como se presentan a partir del orden cualitativo determinado por el orden conceptual; acaso consideran que lo desconocido lo es porque no se han determinado esas cualidades y es un factor epistemológico racional el que realizará tales determinaciones cualitativas en aras del avance del pensamiento y del ser humano. Esto es tanto como verse al espejo y asumir que la imagen ahí proyectada somos efectivamente nosotros, alejándonos totalmente de el que mira para aposentarnos en la realidad del mirado. El mundo conceptual es el mundo de la soledad del interior del espejo que no permite a las imágenes especulares saber de sí en el mundo de lo que proyecta el reflejo.
         En otra forma discursiva, el lenguaje no designa las cualidades supuestas de los objetos, sino que la palabra ejerce una función indicativa-apreciativa. Lo nombrado por el nombre no es delimitado por una cualidad específica, sino que indica, señala, hacia elementos propios del objeto en su incesante fluir y que solo son aprehendidos en la captación de su inmediatez. Por eso este lenguaje, esta forma de nombrar permite el regreso a los estados patológicos de la sensación que impactan en formas diferentes al hombre y le permiten, no explicar, sino apreciar en sus formas mutables a los objetos de la existencia. Esta estructura discursiva constituye el pensamiento mítico-religioso, y su palabra está asentada en el lenguaje poético y místico.
       El pensamiento religioso es el estado primigenio del discurso donde el hombre descubre su desdicha como tal e intenta retornar a partir de su condición esencial a aquel estado. Al constituirse como un yo, como conciencia, como pensamiento, el hombre intuye que se ha producido en su interior un desgarramiento que lo aísla de aquello con lo cual constituía una unidad absoluta, eterna e infinita; su caída al estado de desapego es subsanada por la ilusión de unidad con lo real a partir de la proyección de sí mismo al exterior. Sin embargo, en el fondo de su ser persiste el recuerdo de aquello infinito, pues de él procede, y su deseo más originario y propio es el retorno a aquello de lo cual ha surgido como tal. Por eso el lenguaje místico-poético apunta en su estructura simbólico a aquello que está detrás de las cosas: dice la realidad, pero apunta a lo que esta fuera del espejo, a lo que se vislumbra en el vasto mundo de lo polivalente y mutable, de lo que se intuye como experiencia de lo otro Otro.

5. Posibilidad de comprensión del pensamiento religioso a partir de su lenguaje.

A partir de lo expuesto, es evidente que toda posibilidad de comprensión y acercamiento al pensamiento religioso debe hacerse en función de su lenguaje. Es en él donde se evidencian los elementos discursivos que han entrado en juego para constituir el sentido más profundo del ser del  ser humano; no como un ente que aposenta en su propia conciencia para, desde allí, determinar lo existente y lo no existente, sino para vaciar al mundo de cualidades abstractas y diluirlo en el fondo oscuro de donde todo procede. Es en los mitos y en la poesía donde, a decir de Mircea Eliade, el hombre apacigua su deseo de infinito al abrirse a su contemplación lo bendito y lo maldito, lo sublime y lo terrorífico de aquella nada-principio-absoluto que se traduce en el fundamento último y primario de lo existente: lo Sagrado.
Pero, ¿bajo qué fundamentos se puede hacer un acercamiento al lenguaje religioso si se expresa de tal manera que sobrepasa y se contrapone, en todos los sentidos, a las formas nominativas del discurso, si su decir es un no decir, es un decir todo en una sola palabra y decir nada en todas las palabras?
Habrá que plantearse que al interior de las estructuras simbólicas de tal lenguaje hay algo que puede aprehenderse, saberse, aunque corresponda a un nivel distinto de verdad. Paul Ricoeur señala que el lenguaje religioso es kerigmático, que posee una proclama, que dice algo. Pero lo que dice es, necesariamente, diferente a lo que dicen otros lenguajes. Su decir dice lo que los otros lenguajes no pueden, o no se atreven a decir: que el hombre es infinito caído en lo finito. El lenguaje religioso versa todo sobre el deseo de retorno al infinito. Pero para develar este misterio del ser humano se hace necesario replantearse los horizontes en los cuales una mente filosófica puede acercarse a lo religioso.
Es por demás claro que los postulados analítico-conceptuales de la filosofía no sirven para acercarse al sentido del lenguaje religioso, pues sus propios principios racionales cancelan y niegan todo contenido válido en la expresión metafórico poética de lo religioso. La filosofía se confronta, así, con algo que, de inicio, niega ella misma como forma de conocimiento y de comprensión del mundo. Por otro lado, el mismo Ricoeur (2008, p. 53) postula que tal acercamiento se puede hacer desde una hermenéutica filosófica ya que esta “se esfuerza por dirigirse, lo más fielmente posible, a las modalidades más originarias del lenguaje de una comunidad de fe, en consecuencia, a las expresiones por las cuales los miembros de la comunidad interpretan, de modo originario, su propia experiencia para sí mismos y para los otros”.
Para finalizar, yo considero que la vía místico-poética de la experiencia religiosa del infinito puede dar al ser humano la posibilidad de la captación del sentido primigenio del pensamiento religioso. Termino con Rimbaud y su propio lenguaje poético:
 Digo que hay que ser vidente, hacerse vidente.
El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura; busca por sí mismo, agota en sí todos los venenos, para no quedarse sino con sus quintaesencias. Inefable tortura en la que necesita de toda la fe, de toda la fuerza sobrehumana, por la que se convierte entre todos en el enfermo grave, el gran criminal, el gran maldito, — ¡y el supremo Sabio! — ¡Porque alcanza lo desconocido! ¡Porque se ha cultivado el alma, ya rica, más que ningún otro! Alcanza lo desconocido y, aunque, enloquecido, acabará perdiendo la inteligencia de sus visiones, ¡no dejaría de haberlas visto! Que reviente saltando hacia cosas inauditas o innombrables: ya vendrán otros horribles trabajadores; empezarán a partir de los horizontes en que el otro se haya desplomado.   
 (Carta a Paul Demeny del 15 de mayo de 1871)  




JOSÉ ALFREDO ORTIZ MADRIGAL


Bibliografía
Descartes, René (2014). Discurso del Método, en: Descartes I, Gredos: Madrid.
Ricoeur, Paul (2008). Fe y Filosofía: problemas del lenguaje religioso, Universidad Católica Argentina: Buenos Aires.


 
         
        
    
           


        





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