miércoles, 22 de diciembre de 2021

LA TIERRA

 

LA TIERRA

Nekromantik

Nací en la tierra. Mi abuela materna, descendiente de indígenas purépechas, tuvo dos hijas y gano experiencia en las labores de parto, pues su hija mayor tuvo once hijos y mi madre Lucila ocho, de los cuales, entre primos y hermanos, la abuela ayudo a traer al mundo a trece; entre ellos yo.

Nací en la tierra. El día de mi nacimiento llovía tanto que la abuela llego toda empapada a asistir el parto; para no mojar la cama con su ropa escurriendo del agua de lluvia ni manchar las sabanas con los fluidos, tendió un petate en el suelo de tierra y ahí mi madre sufrió los dolores y, por fin, me echó fuera de sí. La serpiente del cerro de Huándaro seguía enfurecida trayendo tanta lluvia que nadie pudo evitar que el agua se colara hacia el interior del alto cuarto y mojara el petate confundiéndose con los fluidos amnióticos y haciendo un lodo que alcanzó a penetrar los trapos con que me envolvieron alcanzando la carne recién nacida.

Nací en la tierra. Patámbaro, el pequeño pueblo donde nací se encuentra muy cerca de la presa El Rosario, por lo que siempre hay humedad y la tierra es bastante fértil. Tierra negra que huele a planta y a estiércol, que sabe a dulce y a sal; tierra negra en la que mis pies descalzos aprendieron a andar y de la cual salí un día para alzar la mirada hacia un horizonte de planicies verdes y cerros lejanos.

Crecí en la tierra. La casa era de altas paredes de adobe y techo de tejas de barro rojo cocido; el piso era de tierra aplanada. Sólo había dos grandes habitaciones que hacen de recamaras: una muy vieja donde dormían mis padres, más frecuentemente mi madre sola con el hijo lactante en el turno anual, pues mi padre pasaba la mayor parte del año en labores agrícolas en el Norte. La otra recamara era más nueva, pues había sido añadida para meter dos camas matrimoniales donde dormían mis hermanos mayores. El resto de la casa era un patio techado y con paredes bajas con arcos que servía de comedor, de bodega para las anegas de maíz, frijol y otros enseres domésticos. La escena del hogar se completaba con una cuarto bajo donde estaba el fogón de tierra y la leña apilada para el fuego.  

El sitio más hermoso era, sin lugar a dudas, el gran terreno que funcionaba como patio, gallinero y chiquero, con un árbol grande de yuca donde podíamos trepar para ver desde lo alto la planicie de La Laja. Ahí creció José Alfredo.

Siempre seré tierra. El recuerdo más lejano que tengo es algo que me remite a mi estado originario en la oscuridad de lo interno, de lo vacío. Recuerdo estar en un gran espacio negro en su totalidad, oscuro como lo más profundo del alma humana, sin cosas, sin seres, nada. En este recuerdo yo no podía moverme y solo mi cabeza podía girar un poco hacia los lados. Digo esto porque recuerdo que un gran dolor invadía todo mi ser: un dolor físico que se manifestaba como un desgarramiento quemante en el interior y un dolor de otra índole, como producto de la tristeza o de la melancolía. Lo señalo de esta manera a la distancia del recuerdo que, como todo recuerdo, se ha ido reconstruyendo y volviendo más intenso, porque en él mismo el yo que era yo no es reconocido como tal, ni ahora ni entonces.

En la confusión de ese recuerdo lo más vívido es la sensación de que lo quemante de mi cuerpo era enfriado por un liquido que corría de mis mejillas no vistas para perderse detrás de mis orejas no escuchadas. Eran lágrimas, lágrimas frías que emanaban de unos ojos muy abiertos lastimados por una intensa luz. Lágrimas que brotaban por una causa desconocida, por motivos ajenos y misteriosos que se complementaban con un grito terrible que incrementaba la terrible sensación y provocaba más lágrimas.

Y regresaré a la tierra. Hace un tiempo platique con mi madre, ahora anciana como la abuela, sobre ese recuerdo. Me miro con sus ojos pequeños rodeados de arrugas y ojeras con cierta inquietud.

No creo –dijo, que recuerdes eso. Eras un chiquillo de apenas unos meses. Un día estaba en la cocina echando las gordas y me espanto un grito muy fuerte, como de un animal aullando; salí corriendo y escuche nuevamente: eras tu chillando como si te estuvieran matando, abrí la puerta del cuarto porque te había dejado dormido envuelto muy apretado entre tus cobijitas. Todo el cuarto estaba oscuro  y tú seguías gritando. De pronto yo misma grite de espanto porque unos ojillos pequeños, abiertos como la boca del ojo de agua, se me presentaron. Aunque chiquitos eran de espanto, porque ellos mismos estaban llenos de agua, espanto y miedo; ¡eran tus ojitos!, que apenas eran iluminados por un rayo der luz que entraba desde el techo de entre unas tejas que se habían separado. Nunca vi tanto miedo, y nunca sentí tanto miedo, que te agarre y te llevé al otro cuarto que estaba también muy oscuro. Ahí te callaste y te dormiste tranquilo. en esa oscuridad en la que te deje.

Y regresaré a la tierra. Porque la oscuridad de ese alto cuarto sigue estando en mi, eso soy y ahí retornaré.