INSTRUMENTO METAFÍSICO
Nekromantik
La toma de conciencia de mi
desintegración fue paulatina. Comenzó cuando sentí una oquedad en la parte
trasera de mi cuerpo, a la altura de los riñones; fue una sensación de
adelgazamiento corporal acompañada por una depresión mental que cargaba a cuestas
sin darme cuenta clara de ello. Esa oquedad se fue extendiendo de una manera
homogénea y lenta hacia las partes superiores e inferiores de mi ser. Sentí de
pronto que cuando me sentaba los huesos, antes cubiertos por la carne de mis
glúteos, tenían un contacto seco y
doloroso con la superficie donde se apoyaban. Lentamente me fui consumiendo,
partiendo en dos, acrecentándose más y más mi depresión por creer que llegaría
el momento que mis pies, junto con mi cabeza y lo que ella encierra, serían
también devorados en este avance implacable.
Sin embargo, algo en mi
quedaba intacto a pesar del avance de la nadificación de mi ser. Me di cuenta
que, unido por unas fibras nerviosas muy sutiles a lo que restaba en mi cuerpo,
mi pene se mantenía vivo y con todas sus propiedades inalteradas. La energía
que abandonaba las otras partes de mi organismo se concentraba en este punto
preciso y lo mantenía en un estado de erección constante. Pronto supe que mi
esencia se preparaba en ese órgano para salir violentamente, inundando espacios
internos, recónditos y oscuros, para apoderarse, con desesperación, de ellos.
Es perverso pensar en
ello, pero se hizo evidente, y urgente reconocerlo, que en cada eyaculación
algo de mí era transmitido a otro ser con la firme convicción de que poco a
poco burlaría las leyes de la naturaleza y yo sería la conciencia de cada
célula, de cada órgano y aparato, de cada neurona; yo dominaría ese cuerpo y
esa voluntad con un torrente de semen.
Así es como comencé a
ver mi oquedad en la materia de aquellos a quienes había penetrado en alguna
forma. Sus voces eran mi reflejo, sus miradas tenían el brillo que desprenden
mis ojos, su sudor era mi aroma que impregnaba los espacios vacíos del mundo.
En ese mismo proceso, los cuerpos ajenos se desvanecían, se multiplicaban en
llagas inefables que manifestaban una invisibilidad imposible pero real. Y es
que mi esencia rebasaba con fuerza los límites de un cuerpo material: se
escapaba, anhelante, para tratar de fundirse con la luz, con el aire, con el movimiento
de las hojas de los árboles, con la soledad, la oscuridad, el silencio, la
eternidad. En la fuga de la materia, mi ser consumía sexos y rostros,
desvanecía órganos vitales, borraba imágenes y pensamientos: de cada poro de
piel, en cada exhalación, en cada palabra y secreción, surgía yo como de un
disfraz rasgado para ir en busca de nuevos elementos que tragar.
Me mire en los perros,
los mundos posibles, en las lágrimas, en el excremento. Todo era yo, que
retornaba a mí mismo como en un círculo corrompido, eterno retorno donde el ser
que aniquila es aniquilado por su propia esencia hasta el punto de la casi
total extinción. Tomé conciencia de que mi disolución no era otra cosa que una
fusión con el universo, mi ser unido al SER universal en uno solo; yo soy el
infinito contenido en esa serie de determinaciones que se han ido borrando poco
a poco como una estatua de arena deshecha por el viento, confundiendo sus
minúsculos granos con los objetos que toca.
Es por eso que ahora
reconozco que mi disolución total, mi entrada al infinito, a la inconsciencia
cósmica, es retrasada por ese maldito instrumento de penetración que aún
conserva sus rasgos materiales. Por eso busco con ansiedad que sea devorado
para siempre por un cálido orificio anal, un culo palpitante que lo deshaga en
su interior y lo asimile como una parte de sí mismo para proyectarlo al vacío,
a la eternidad, consumiendo ese nuevo cuerpo en un ciclo lúgubre que empieza
donde termina.